Para quien ha amado alguna vez el cinema, o al menos lo ha querido, existe un nombre incondicional que destaca de entre las páginas de la historia del séptimo arte. Ese hombre con germánico acento es Ernst Lubitsch, autor que legara a sus descendientes el ejemplo in situ de cómo se hace buen cine. Polémico, locuaz, dinámico y revolucionario, este berlinés fue -y es- fuente de inspiración y admiración de cuantos se han acercado a observar su obra. Nacido en 1892, a edad temprana se decantó por el mundo del espectáculo, formando parte del teatro del gran Max Reinhardt, con quien inició su carrera como actor y director dramático en 1911.
Selección de algunos posters de sus grandes películas. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
Iniciado en el cine como actor de cortometrajes en 1913, pronto descubrió que su verdadero lugar le situaba detrás de la cámara, ocupando el puesto de director a partir de 1914. En un intento por imbricar el bagaje del teatro de Reinhardt, el arte cinematográfico estadounidense y su conocimiento en el mundo del cortometraje, en 1919 Lubitsch ya despuntaba de entre los realizadores alemanes por su producción elaborada y su humor inigualable. No fue hasta Madame Du Barry (1919), sin embargo, cuando el realizador alemán consiguió que sus filmes llegaran a Estados Unidos, donde una sorprendida Mary Pickford sucumbió ante el portentoso talento del director alemán. Asombrada por la calidad del sello indiscutible de Lubitsh, la esposa de Douglas Fairbanks no dudó en reclamarle para la cinematografía norteamericana, colocándole, por ende, en la catapulta idónea para diseminar su arte allende los mares.
Instalado en Hollywood, Lubitsch llevó a la gran pantalla norteamericana nuevas versiones de sus filmes más afamados de su etapa alemana. No obstante, esto no fue óbice para que comenzase a llevar a cabo sus más prestigiosas realizaciones, aquéllas que, finalmente, le colocaran en la cúspide de la realización cinematográfica coetánea. Sus comedias inteligentes, alejadas de las soap comedies al uso, hacían alarde de la capacidad sintética del humor del director alemán, así como mostraban una insinuación sensual atípica en una sociedad puritana desacostumbrada a las voluptuosidades sensoriales. Si a su picardía e inteligencia le añadimos la verborrea hilarante de sus diálogos y a una compleja –y arriesgada- insinuación visual, concluimos que Ernst Lubitsch se convirtió el representante del cine más puntero y perspicaz jamás concebido hasta entonces.
Su inigualable “toque Lubitsch” trascendió la mera anécdota, convirtiéndose en maestro de maestros, y genio entre los genios. Películas como Una hora contigo (1932), La octava mujer de Barba azul (1938), Ángel (1937) oThat Uncertain Feeling (1941) representan tan sólo una pequeña porción de la magnanimidad cinematográfica de Lubitsh. Sin embargo, y a título personal, son cuatro filmes de este realizador, los que constituyen auténticas obras de arte. Partiendo del supuesto de que intentar darle un orden de preferencia a estas películas supondría un ilegítimo despropósito, ordenémoslas pues por orden cronológico. Design for living (1933), ocuparía en tal circunstancia la primera posición. Con un limitado pero contundente reparto, encabezado por Fredric March, Gary Cooper y Miriam Hopkins, esta comedia de enredo narra las vicisitudes a las que se enfrentan un par de amigos enamorados –y locamente- de una misma mujer. Con una trama que más tarde retomaría François Truffaut en Jules et Jim, este trío alocado optará por la elección más sencilla y rompedora para la remirada década de los años treinta: que la bella dama se incline por los dos pretendientes. Cargada de humor hilarante y sensualidad a raudales, esta comedia entronca con la insinuación elegante y sofisticada que más tarde volverá a despuntar en Ninotschka (1939). Comedia exquisita donde las haya, el humor de esta crítica mordaz maquillada al estilo de dulce romance, es inigualable. Con el sello indiscutible de Billy Wilder en el guión, y la incuestionable fuerza visual del director berlinés, es Ninotschka algo más que una mera película para consumir y olvidar con la rapidez acostumbrada. El perfecto gentleman canalla encarnado por Melvyn Douglas, y la rigidez de la fría sueca más afamada de la historia, sólo conforman uno de los pequeños atractivos de esta obra coral, donde hasta el más nimio detalle -léase un sombrero, un mapa, un chiste- cobra una relevancia inusitada pero excepcional.
Fotograma de Ninotchka. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
Y es en otra película donde los detalles resultan cruciales, El bazar de las sorpresas (1940), en donde Lubitsch vuelve a embelesarnos con las artimañas de un seductor visual irredento. Un ejemplar de Ana Karenina, una relación por correspondencia o una caja de cigarrillos, se unen ahora a James Stewart y a Margaret Sullavan para deleitarnos con un amor sin fronteras, y una de las relaciones laborales más curiosas de la historia. Sin embargo, y dado que estamos hablando de hitos históricos, no podemos sino recurrir a la más reputada obra del señor Lubitsch, Ser o no ser (1942), poniéndonos, por descontado, en pie para referirnos a la grandeza visual y literaria de este film sin fisuras, sin engaño ni efectos especiales de tramoyas manidas. Es Ser o no ser la mayor crítica que jamás se ha rodado en clave de humor. Si bien nadie niega el efectismo y prestigio acaudalados por la también ilustre El gran dictador (1940, Charles Chaplin), en el film que nos ocupa encontramos igual cantidad de mordacidad y sátira, exenta de la tragedia y drama que indudablemente entraña la época que representa.
Por ser, pues, Ernst Lubitsch el genio de la palabra y la imagen, cohesionadas esta vez para hacer girar la mágica fábrica audiovisual, y por ser la generalidad de sus obras simplemente sublimes, desde este remoto espacio del universo cinematográfico le dedicamos una oda a quien supo hacer del guión un arma sofisticada, de la imagen una insinuación y del cinema un arte con mayúsculas.
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