La primavera se abre camino a través de la calle Martín de los Heros. En el aire, la contaminación y la polvareda de las obras en la Plaza de España compiten con las semillas algodonosas de los chopos. La gente viene y va a toda prisa, estornudando y carraspeando, mientras los ojos azules de Sébastien Marnier se yerguen delante de los Cines Golem. El cineasta y escritor francés ha venido a Madrid para presentar su segunda película, La última lección, una cinta que alcanza su pleno sentido en el siglo XXI, con el surgimiento de niños activistas como Greta Thunberg, las huelgas estudiantiles contra el cambio climático o el movimiento pro sostenibilidad de Rise for Climate.
Le esquivo con respeto y discreción, del mismo modo que evito pisar las estrellas de Carmen Maura y Luis Berlanga en el paseo de la fama. Me adentro en los Golem y espero a ser llamada. Marnier llega pronto, con paso firme. Me estrecha la mano presentándose como “Monsieur Marnier” al tiempo que la traductora apura su café. La miro y le ruego que no vaya tan deprisa; me hace caso y, mientras se afana por rematar el poso, habla con Marnier del auge de los extremismos y de la Francia de Marine Le Pen. Marnier se acomoda en su asiento y me percato de su curioso anillo, un lobo de plata que engulle su dedo anular. Tampoco pasan desapercibidos sus piercings y sus llamativos brazos, los cuales, de arriba abajo, lucen gran cantidad de tatuajes. Contabilizo más de seis, desde un pequeño trébol de cuatro hojas negro, hasta una golondrina o una mano femenina con una imponente daga. En su deltoides derecho avisto un felino amenazante; en el izquierdo, un gato de doble faz que mira a ambos lados simultáneamente. Este último se asemeja hasta lo indecible al tatuaje de Laurent Lafitte en La última lección; por ello, mientras le examino, me pregunto hasta qué punto ha diseñado a su protagonista a imagen y semejanza de sí mismo. Afortunadamente, no tardo mucho en averiguarlo.
En su nueva película, un profesor sustituto llega a un aula con unos alumnos perturbadores. Tengo entendido que, para crear una atmósfera al puro estilo Hitchcock, evitó que Laurent Lafitte conociera a los niños hasta el último momento, para que así aumentase la sensación de extrañamiento y de aprensión
Efectivamente, creí que sería interesante esa reacción para la cámara, aunque desgraciadamente solo puede hacerse una vez, en el momento en que se conocieron, las cosas cambian. De todos modos, durante los quince primeros días, Laurent intentó no estrechar lazos con ellos para conservar esa confrontación, algo que sucedió de manera natural porque los jóvenes, que eran doce, también habían creado su propio grupo. Con ellos trabajamos tres meses antes del rodaje, desde el principio se convirtieron en una pandilla de adolescentes muy cohesionada, se compenetraron mucho, tanto que resultaban impenetrables. Aunque Laurent tuvo una relación muy hermosa con ellos, prefirió mantener una cierta distancia y eso se nota. Esa sensación de aislamiento es en gran parte gracias al trabajo de Laurent y de los niños, un trabajo impresionante. Debo destacar, sobre todo, el esfuerzo de los seis niños, trabajaron su cuerpo, su mirada, incluso su paso coreografiado. Han logrado crear un monstruo de seis cabezas, cada vez que uno se movía, el resto le seguía. Es una sensación de grupo muy angustiosa.
Usted ha escrito tres novelas, y esta película es la adaptación de la obra de otro escritor, Christophe Dufossé. Resulta muy estimulante que un escritor adapte la novela de otro, pero, al mismo tiempo, me hace cuestionarme cuánto hay de la novela original y cuánto de usted mismo como autor
Adaptar una novela de otro autor para hacer un guion es algo apasionante. No sé si adaptaré algún día alguno de mis libros, quizá sí, aunque no creo. Adaptar a otro autor, crear el ambiente, la idea, la confrontación entre las dos historias e incluso algunas secuencias es muy estimulante. Tanto que, finalmente, no queda mucho de la obra original, porque la película no puede apegarse tanto al libro. Se utiliza la obra de otra persona para fabricar otro trabajo, que es propio, y a mí eso me alimenta. Esa base me dio ideas de puesta en escena, de ambientes, de sonido, y me sirvió de plataforma para crear algo que, seguramente, no se me habría ocurrido a mí solo. Y eso es apasionante. Alternar hacer guiones originales y adaptaciones es un ejercicio fascinante.
Ha mencionado la creación de atmósferas y el sonido, y para mí es un punto esencial en la película. El tratamiento del sonido en esta película es soberbio, pero la banda sonora, en concreto, contribuye a esa sensación general de perturbación. ¿Cómo ha sido su configuración?
Siempre me he planteado el cine como una combinación de imagen y sonido; hay muchos cineastas que no piensan en el sonido, pero para mí es igual de importante. Fue un largo trabajo con los músicos, con el ingeniero de sonido. Sabíamos que el ambiente sonoro iba a tener un papel fundamental. Respecto a la música, yo había pedido a los músicos que trabajaran sobre temas muy de los años ochenta, pero también con una cultura muy operística, con temas que se desarrollan y tomaran una gran amplitud, sobre todo al final. Esto hace que provoquen emociones muy fuertes. Al mismo tiempo, incluimos muchos sonidos parásitos, sonidos que no se reconocen, pero que provocan malestar. Por ejemplo, ruidos de electricidad, alarmas, descargas, algo de lo que el espectador no siempre se percata, pero que produce incomodidad.
Parte de ese malestar también proviene de un elenco de niños cuyas expresiones y reacciones imponen y desconciertan, ¿cómo ha sido el trabajo con ellos para que entrasen en esa suerte de trance?
Fue muy complicado, era un trabajo de actuación muy especial. Todos tenían algo de experiencia, porque habría sido muy difícil hacerlo de otra forma y, curiosamente, me dejaron impresionado. Enseguida comprendieron lo que quería. Además, la coach con la que trabajaban, Véronique Ruggia, que interpreta en la película el papel de Françoise -quien golpea su cabeza contra el espejo- siempre estaba con ellos. Para ellos era algo muy divertido asustar a los adultos, cuando decía “corten” todo el mundo se reía, fue un rodaje muy alegre. También había un poco la necesidad de soltarse, estaban encantados de que fuera así. A veces, incluso iban un poco lejos y sobreactuaban, y tenía que decirles: “no hagáis nada, sabéis la mirada que quiero”. Cuando los elegí ya tenían algo especial, no son adolescentes corrientes. Por ejemplo, Luàna Bajrami y Victor Bonnel tienen cabezas muy concretas, cuando vi a Luàna pensé “parece un fantasma japonés, la quiero en la película”. Con esa mirada suya, con cierto estrabismo. Ninguno intentaba ser diferente conmigo, o mostrarse de otro modo, aceptan cómo son y lo muestran así. Son niños muy inteligentes, no están muy lejos de los personajes que interpretan, son niños adelantados, muy bien educados, se les podía dirigir. No importa que estuvieran en la grúa, en la piscina, cuando se pelean… Para ellos era una aventura, un juego perpetuo. Y a mí eso era algo que me asustaba antes de rodar; pensaba que, si no lográbamos ese tono, la película fracasaría. Pero desde el primer día pude contar con ellos, se implicaron mucho, casi más que el resto de profesionales.
En su anterior película, Irreprochable (2016), la tensión dramática también proviene personas ordinarias que se encuentran, de repente, en situaciones de una gran tensión. ¿Qué hay de atractivo en lo que el ser humano puede cambiar dentro de la cotidianeidad?
Es lo que más me interesa, lo que tengo ganas de hacer, historias con personajes complejos. La protagonista de mi primera película era peligrosa, pero también sentíamos empatía hacia ella; las cosas que pasaba eran complicadas, la sociedad la había marginado. Y aquí, los niños e incluso Pierre son del mismo material, son personajes al margen de la sociedad, que la observan, pero que caminan en un margen. Por eso, como director, empleo el thriller; siempre me ha gustado, desde pequeño, el suspense y el cine de terror. Lo encuentro hermoso. Es un cine que apuesta por los personajes marginales, y a mí eso me gusta. Y, por eso, he disfrutado tanto con ese tipo de cine, yo también me identificaba con esos personajes extraños, que no son de una sola pieza. Por ejemplo, en esta película, nunca intentamos que el personaje de Pierre fuera simpático; no lo es, es alguien complejo, un poco ‘coñazo’: no habla, no se expresa y se aburre mucho en la vida. De alguna manera, este grupo va a llenar su vacío. El único punto de contacto con estos personajes es cuando Luàna le agarra la mano. Pierre es una persona ambigua, que en varias ocasiones atraviesa las normas de la moral, que les sigue a su casa… Y eso me gusta. Además, es un personaje que está bloqueado, pero los niños lo entienden. Así que estos personajes, que no saben nunca con qué pie caminar, me interesan mucho. Por eso provoca tensión y miedo en ambas películas, es lo que tienen en común.
Ya por último, permítame el atrevimiento. Al observar los tatuajes de sus brazos, no he podido dejar de pensar en los del personaje de Laurent Lafitte en la película ¿es deliberado que se parezcan tanto?
La verdad es que sí -ríe-, a lo largo de la película, uno va entregando parte de lo que es, y en este caso, todavía más. Lafitte llegó a decirme, en un momento del rodaje, que Pierre se estaba convirtiendo, cada vez más, en mí. Me dijo: “mi personaje cada vez se parece menos a quien es y mucho más a ti mismo” -reímos-.
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