Quizás nos hemos preguntado quién fuera este director -de nombre difícil de recordar (Ulu Grosbard)- que en el año 1984 pone en escena a un De Niro y a una Meryl Streep -aparentemente difíciles de reconciliar para la pantalla- con un resultado acertadamente contemporáneo. De la soberbia película de Leone, Erasé una vez Ámerica (1984) y La Decisión de Sophie (1981), ambos se funden en un filme aparentemente sencillo. Bajo la batuta de un clásico del cine independiente, Grosbard, no está falto de avales. De educación teatral en Yale, director en Broadway a finales de los cincuenta, cercano a la obra de Arthur Miller, colaborador de realizadores como Elia Kazan y Arthur Penn y miembro fundador del Sundance Festival, nos ofrece su brindis al tema universal del ser humano: El amor.
De formación clásica, siempre quiso realizar su gran viaje por uno de los más angostos vericuetos del alma. Con la presencia omnipresente de la idealización de David Lean en 1945, Breve Encuentro, Grosbard acomete el proyecto fílmico buscando la taquilla con su casting de lujo, pero al mismo tiempo reduce la historia de Lean a una cotidianidad digna de estudio. Si en la cinta del británico encontramos la poesía del argumento a través de la idealización de la cámara y la fotografía, en el caso de Ulu Grosbard la emoción se simplifica desde la objetividad de una sociedad convulsa en las prisas, el trabajo, la competitividad y la rutina como elemento catárquico de una de las más nobles relaciones afectivas. Es una disección social y psicológica del hombre enfrentado a la sociedad en sus normas y las responsabilidades emanadas de un modelo de conducta positivista.
La culpa y la conciencia se socializan, mientras que en la cinta de David Lean se poetizaban a través de las emociones de los actores. De Niro y Streep se sienten culpables pero esperan ese día del tren. La semana para verse. Con la infidelidad mayor que puede existir: acordarse de quien no se debe o en principio no es adecuado. En Breve encuentro, la añoranza del amor nace de una vida (Trevor Howard) entristecida por su relación matrimonial. Él es un hombre valiente. De Niro contenido. Pero en Enamorarse, ambos personajes devienen de una rutina perfectamente asentada en el bienestar de la sociedad familiar. No existen problemas existenciales, ni penurias económicas, ni enfermedades. Todo es perfecto. Pero se pende de un hilo. Se supone el desgaste de relaciones imperfectas sostenidas en el tiempo. Quizás porque los celos no existen y la ausencia no se deja evidenciar, este Falling in love de Grosbard puede resultar demoledor por su falta de dramatismo, surrealismo pero implacable objetividad a la hora de entender el guión: “Se van a divorciar. Dice que ya no está enamorado”. “Ya nadie está enamorado” dice la mujer de De Niro en la cinta. Corta excusa tiene Harvey Keitel en un mundo donde no estar enamorado no es efectivo para romper una relación matrimonial.
En ese tren de Lean acompasado por la partitura de Rachmaninov, el humo de la máquina disuelve en el tiempo una idea platónica; la del amor. En el tren de Grosbard se hace más patente ese nuevo encuentro que llega desde una librería neoyorkina, por causalidad, como si de las almas gemelas de Aristóteles se tratase. Y es en ese tren de camino a la ciudad, sin sombras, sin claro oscuros de cámara ni túneles nocturnos, donde dos seres humanos se encuentran y entiende que la felicidad les puede pillar por sorpresa y que al destruirse es imposible de olvidar. En ambas cintas se presencia la sombra de Benedetti porque “de perdones bien ganados y de paciencias estiradas no se arma la nostalgia, porque la nostalgia es de tu piel”. Por eso Streep se confiesa a su amiga y pensando que está enferma, que su marido no la entiende al equivocarse en su diagnóstico se reafirma y se consagra a la verdad: “La verdad es que pienso en él al abrir los ojos y le recuerdo al cerrarlos”. No existe la dramaturgia clásica de una Ana Karenina, o de la Dama de las Camelias, ni siquiera el desbordamiento de pasiones de Flaubert. En esta sociedad donde los deseos se han simplificado al consumo de “todo”, no parece propio enamorarse a edad importuna, con familia, con casa, con profesión. De sillón de psiquiatra es la respuesta de Grosbard cuando en una llamada atenta al espectador nos pone a caminar sobre El filo de la Navaja. Porque de todos es el derecho a amar. Pero como dice la mujer de De Niro “lo que sucede es peor”. Noble acierto en el título. No es un breve encuentro. Es Enamorarse, como si en esta época más utilitarista aún quedara hueco para la filosofía del amor. Y es que Platón considera esta locura en el Fedro como un poder de Dios. Un arrebato que es capaz de causar un grave accidente en una noche de lluvia ante la parada en un paso a nivel. En comunión a Freud en ese instinto de vida (eros) que se opone a la muerte en la rutina y en la aceptación a no vivir enamorado.
En la cinta de Lean se observa más hostilidad. La tristeza les invade constantemente y solo se liberan de ella en la idealización del viaje al campo. En la huida. Grosbard los monta en un ascensor. Los eleva y cuando más suben se dan cuenta de su error. Deseando estar juntos entienden que no debe ser así. Y la socialización adquiere el poder de juez, casi supremo. “Estamos casados” dice Meryl Streep. Una reflexión y aseveración que cobra vital importancia en unos años ochenta donde las relaciones entre parejas ya estaban más flexibilizadas. Por eso el planteamiento de Grosbard de puesta en escena sencilla es muy contundente desde el guion. Realmente el enamoramiento de ambos es orteguiano porque nace de la necesidad anímica más íntima. Como dijera Hemingway “Me quieres. Pero aún no lo sabes”. Quizás en ese encuentro en los días cercanos a Navidad, dos almas se encontraron entre paquetes y libros y sin saber que se querían ya se amaban. Existe un sentido ético en el planteamiento que consiste en que ambos miran por ellos mismos y en ningún momento pretenden hacerse daño. La mejor secuencia es esa carrera “adolescente” de De Niro. En el metro. Temiendo haberla perdido. Ella, oculta tras la columna, le esperaba por temor a que no llegara. Y se funden en un abrazo y en un beso. No se necesita la idealización de cámara ni el artilugio endeble de una floja banda sonora sentimental. El encuentro habla por sí mismo.
Una vez más tenemos que entender que sea el día que sea, la hora o el año, la vida sale al encuentro siempre. Los personajes se dejan sorprender por la vida. En la película de David Lean, se dejan menos sorprender y son víctimas de la tiranía de la culpa en una situación muy similar. La película de Grosbard no tuvo éxito de crítica. Resulto descafeinada y amable para una sociedad que estaba más pendiente del cine espectáculo de Greystoke, con Amadeus –mejor película del año ochenta y cuatro-, la reivindicación humanitaria en Los gritos del Silencio y Sally Field con En un lugar del corazón. Al año siguiente Meryl Streep estaría nominada por Memorias de África.
El espectador y cinéfilo de algún momento sirkiano recordará esa carta apasionada de Napoleón a Josefina en la que le dijo: “No pido amor y fidelidad eternos…Únicamente la verdad”.
Deja un comentario