Al séptimo arte siempre le ha gustado la intertextualidad, el cine dentro del cine, el metalenguaje. Continuamente hemos visto la explicación de sí mismo con sus propios elementos constituyentes, la eterna autorreferencia. Por eso no es de extrañar ver a Gene Kelly cantando bajo la lluvia, mientras Cary Grant canturrea su sintonía en North by Northwest. Tampoco lo es observar más tarde al mismo actor británico besar a Audrey Hepburn en una película de Julia Roberts, quien ríe perseverante al ver sus peripecias en clave de Charada, dirigida por Stanley Donen, a su vez realizador de Cantando bajo la lluvia. El cine se alimenta de sí mismo, vive para sí mismo.

pretty woman en todos al cine

Fotograma de Pretty Woman. Touchstone Pictures, Silver Screen Partners IV. Todos los derechos reservados 

Curioso que el filme de la actriz pelirroja más amada por el pueblo norteamericano sea, a la postre, Pretty Woman (1990, Garry Marshall), la cinta que gusta invariablemente a diestros y siniestros, y que elevó a categoría de dama al término “hooker”, mucho antes de que el vocablo se pusiese de moda y estuviera en boca de todos. Quién si no Julia Roberts ha conducido un Lotus como el de Edward Lewis, o debiera decir Richard Gere; quién si no ha sido tratada a cuerpo de rey en una tienda volcada en su consumista tarea; quién si no ha comido fresas con champagne, se ha sentado en el poyete de un ático o ha sido reconocida por Héctor Elizondo como pariente de un magnate que además es su postizo tío, aunque una dependienta nos demuestre fotogramas después que ellos nunca lo son.

Pretty woman es la película que mayor índice share atesora cuando es exhibida en televisión en nuestro país, dato que nos desveló en su día Carlos F. Heredero, a quien no osamos (ni osaremos) contradecir. Paradójico en un estado tan poco dado a revivir cuentos de lenocinio ceniciento, o tal vez sí, creyendo que la figura de un libertador errante pueda sacarnos de nuestra persistente rutina. No está mal como punto de partida la existencia de un rescatador, aunque el arbitraje de transacción financiera sea lo que da a este nuevo Pigmalión un trasfondo tan amargo. Si no fuera él un mercader ni ella una dama de compañía nocturna, sería sin duda mucho más benigno su mensaje, más alentador.

Chocante nuevamente, que emitan esta película ahora que tanto y tan machaconamente se insiste en la crisis económica, un filme en el que tan sólo se propugna el consumo, sea éste del tipo que sea. Los protagonistas gastan una indecente cantidad de dinero al tiempo que Roy Orbison pone ritmo a una práctica de probador que repetirán cientos de filmes, desde Cuatro bodas y un funeral a La boda de mi novia. Los restaurantes son los más caros, los modelos y sus tiendas de una exclusividad aterradora; las prostitutas se asignan astros del paseo de las estrellas y se embriagan con la Traviata. Todo es sensacional, todo es resplandeciente. Pero la vida real no lo es, no lo fue la de Vivian ni la del resto de los mortales. El sueño consumista de los noventa, germen de las  desmesuras de nuestro nuevo milenio, se fue abriendo paso en las conciencias de los espectadores hasta convertir el sueño americano en un sueño global. Todos querían ser Vivian, todos esperaban que les rescatasen.

En el filme, y eso es de agradecer, al menos se coloca en su sitio a cada una de las fichas de este ajedrez mercantil: ambos se venden por dinero. Financiero y prostituta son equiparados e incluso sufren un giro más, postrando en un plano ético inferior al personaje de Richard Gere. Este cliché prototípico y moralizante, muy útil y además en triste desuso, nos instalaba en situación de juzgar apropiadamente a los individuos por detrás de su fachada; eran los noventa, la década del trabajo duro, de los yuppies, de la belleza en el interior.

Por eso se hace tan entrañable ver Pretty woman, por la sensación de pérdida irreparable, la de una sociedad que creía en el desarrollo continuado y en la riqueza como única recompensa. Por ello todos querían ser Vivian, esta nueva Galatea con piernas de más de un metro, sus escargots resbaladizos y sus besos consentidos. Ahora las piernas, y cito a Bridget Jones, sólo llegan “hasta aquí”, los caracoles no son tan sofisticados sin el compás de Roxette y los besos ya no se llevan. Por ello los financieros que ocupaban su Edificio 333 en pleno centro de Los Ángeles sólo importan cuando capitanean agencias de calificación, y los riesgos que se toman ya no suponen caminar descalzo o salir a una terraza.

La Metamorfosis de Ovidio ya no se queda en un nuevo profesor Higgins, ni tampoco es de Bernard Shaw; la metamorfosis ahora implica ver Pretty woman y saber que hay cosas que ya forman parte del pasado. Otra fair lady, la de los noventa, que ya no está, ni es, ni volverá a ser. Afortunadamente.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *