El cine cambia la vida. Ciertas películas, visionadas en peculiares circunstancias, pueden conducir a la resolución de los problemas, a la catarsis más liberadora e incluso a la carcajada saludable, que también es necesaria. Un filme, uno sólo, es capaz de transformar el ángulo de visión a su absoluto arbitrio, haciendo que salgamos de una sala transmutados, revitalizados, mejores personas. En cierta ocasión le confesé a Federico Luppi que su simple aparición en la gran pantalla variaba el rumbo de mi ánimo, revelándole que tras visionar Martín H, mi vida no había vuelto a ser la misma. Quizá no era mejor, es cierto, pero sí diferente. Otro de los títulos con capacidad de modificar el punto de vista que siempre se ha tenido respecto al mundo es, e indudablemente siempre será, La grande illusion (1937), obra maestra del cine galo dirigida por Jean Renoir. Acostumbrados a superproducciones hollywoodienses de lucha y prestigio militar, en las que el nuevo D´Artagnan rescata in extremis a sus compatriotas Aramis, Porthos y Athos, todos ellos de una muy profunda y depauperada América (los neoyorkinos nunca van a la guerra y los bostonianos tan sólo seducen a Henry James, será que el Oeste les resulta más bélicamente cinematográfico), lo que más sorprende de La gran ilusión es, manifiestamente, la educación admirable de que hacen alarde todos y cada uno de sus protagonistas, sean del bando que sean.
Fotograma de La gran ilusión. Derechos reservados a su distribuidores y productores
Y es que el enemigo siempre ha sido despersonalizado en el cine. Desde los desventurados nativos americanos, pobres indios en un universo de triunfantes vaqueros, hasta los extraterrestres más sanguinarios, el enemigo nunca ha tenido alma, ni corazón, y mucho menos empatía. Por eso un blanco acertado era un éxito y no una barbarie; por ello un golpe certero era motivo de regodeo y no de reflexión. En el filme que nos ocupa, sin embargo, la I Guerra Mundial aparece ante los ojos del espectador como un juego tan polite como caballeroso, con sus tiempos, sus peones, sus torres y sus reyes. Como un ajedrez a escala humana, cada personaje adquiere un rol diferenciado, solicitando a pesar de su servidumbre, un trato justo y esmerado.
Confinados en un campo de concentración alemán, un grupo de oficiales franceses pasa a disposición del Comandante von Rauffenstein (Erich von Stroheim), una suerte de alcaide quien, con mucha humanidad, cuida con debido respeto a sus reclusos, comprendiendo su afán de huida e instándoles a hacer públicas sus quejas, asumiendo como propia la responsabilidad de que estén en buen estado, máxime atendiendo a su rango militar. Con un código de honor que supedita su actuación, el primer día les es informada la consigna del campo de prisioneros, señalando que los oficiales serán tratados con consideraciones debido a su categoría, con la excepción de que han de someterse a la jurisdicción alemana. A pesar del inaudito respeto en el trato de igual a igual entre militares de semejante escalafón, los oficiales franceses urdirán un plan perfecto que incluye, cincuenta años antes de que Stephen King le otorgase a Andy Dufresne esa revelación sediciosa, la elaboración de un túnel subterráneo excavado noche tras noche, para la conquista de su libertad. Estos nuevos Conde de Montecristo reptarán a diario por entre las profundidades de su presidio, conscientes de que su libertad está por encima de toda guerra, de todo bando, de todo poder. Se dice en La gran ilusión, con jocoso atrevimiento, que los campos de tenis o de golf están para jugar, y los de prisioneros para evadirse. Y es que, aunque se repitan una y otra vez que no pueden dar cabida a la ilusión, en verdad es lo único que les queda, comenzando un quejoso devenir reincidiendo en todos y cada uno de los presidios a que son enviados, pese a que incluso von Rauffenstein decida reubicarles unidos en una misma celda. “El ser humano se adapta fácilmente”, dogmatizan en un momento del metraje con triste valentía. Y es triste porque, realmente, los individuos tenemos una capacidad sobrehumana para soportar lo irresistible; pensemos si no en Haití, en Níger, en Chad, en Mali, en Nigeria o en Burkina Faso. Pero hemos dicho que es valiente y estamos en lo cierto porque, si no fuéramos animosos los humanos, qué sería de nuestra dignidad; dónde quedaría nuestra capacidad de supervivencia.
Fotograma de La gran ilusión. Derechos reservados a su distribuidores y productores
Hay guerras, como la de La gran ilusión, que resultan insoportables pero que duran pocos años, no alcanzan el lustro. Otras muchas, todavía en ciernes y sangrantes, no parecen terminar nunca. Hambrunas, sed, desidia, olvido, cuántas guerras entran en una historia que ha perdido la cuenta de sus víctimas. El cine cambia a las personas, y va siendo hora de que las personas cambien el mundo. Jean Renoir demuestra, con talento inescrutable y la valiosa ayuda de Jean Gabin, Pierre Fresnay, Dita Parlo o el propio von Stroheim, que no hay guerra cuyos cimientos no puedan ser cavados, escamoteados y derribados. Claro que para ello, para vencer, se necesita algo más que una espátula y mucha ayuda, se requiere de gente que, como nuestros protagonistas, no olviden que todo individuo necesita conquistar su humanidad.
Entre excavación y evasiva, se preguntan los presos de Renoir por qué los otros reclusos gritan del modo en que lo hacen, y la respuesta no puede ser más elocuente: porque esta guerra (como el hambre, como la pobreza), dura demasiado. Ojalá no quedase ya en el mundo un solo lugar del que necesitar escapar
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