Comentaba Juan Antonio Vigar, director del Festival de Málaga, en el número de marzo de Caimán, cuadernos de cine, que “en esta 20 edición el festival avanza, se proyecta aún más hacia lo iberoamericano incluyendo las películas que hasta ahora formaban nuestra sección Territorio Latinoamericano en la Sección Oficial a competición. Se inicia de esta forma una hoja de ruta donde nuestra denominación cambia para asumir que, desde ahora, somos un festival de Cine en Español”. La nueva propuesta para la ciudad de Málaga era defendida porque “lo español tenemos que entenderlo como un espacio de confluencia cultural, como un marco de encuentro y desarrollo para más de una veintena de países, con casi 560 millones de personas –en cifras recientes del Instituto Cervantes– unidos por una lengua y cultura comunes, por una identidad que nos acerca y dimensiona en el ámbito internacional”.
Celebremos esta acertada decisión (dejemos de lado los intereses comerciales y centrémonos en los argumentos totalmente plausibles de que, al otro lado del Atlántico, se está haciendo un cine en ocasiones más atractivo que en la madre patria) para sacar a colación en nuestra sección uno de los grandes clásicos del cine colombiano: El río de las tumbas. Esta comedia costumbrista, dirigida en 1964 por Julio Luzardo, centraba su historia en un pueblo cercano al río Magdalena donde la guerra civil que está sufriendo el país entre liberales y conservadores lo están convirtiendo en un auténtico cementerio de cuerpos asesinados.
Precisamente la secuencia con la que arranca la película abordaba la manera en la que las facciones en liza eliminaban a sus rivales. Un cuerpo maniatado y apaleado hasta la muerte es tirado por el puente del río que hace mención el título del film. Este primer cuerpo le seguirán otros más que no rompen en ningún caso la rutina y los quehaceres diarios de este pueblo. La aparición, por ejemplo, en las orillas del río de otro hombre asesinado no debe impedir la celebración de las fiestas patronales así como la campaña electoral que viene a realizar el nuevo candidato para el congreso capitalino. El propio policia del pueblo, en lugar de recoger el cuerpo, lo dejará correr río abajo para que “otros alcaldes se ocupen de él”.
Y aquí reside el acierto de El río de las tumbas. Lo que, a simple vista, parecía participar de las señas de identidad del género negro, la película se muestra muy pronto como una comedia, basada en situaciones y personajes estrafalarios, representantes a su vez de los diferentes estratos sociales, donde la violencia entre los dos bandos queda como telón de fondo para abordar otras líneas temáticas: la corrupción política, la autoridad de la Iglesia en los pueblos, una justicia incompetente, la ineptitud de la burocracia y de las autoridades provinciales, la dicotomía entre pueblo y ciudad, etc. Las condiciones atmosféricas y geográficas de este pueblo se erigen, por otra parte, en parte consustancial del carácter de sus ciudadanos. El calor sofocante de una región situada al Sur del país y el paisaje desértico que la rodea estimula la pereza y la desidia de unos individuos que solamente duermen, van a misa o deambulan bajo un sol de mil infiernos. Ni siquiera la irrupción en este pueblo de “western” del investigador que ha llegado de la ciudad para hacerse cargo del asunto de los “cuerpos en el río” sacará del marasmo a este pueblo donde las agujas del tiempo se han parado.
El interés principal de la película recae sobre una tipología de personajes que puntean cada vez que aparecen en pantalla las líneas temáticas anteriormemte comentadas. En particular, destacan el nuevo alcalde holgazán que se pasa durmiendo las horas en casa o en el ayuntamiento, el avaro sacerdote quien tacha al nuevo edil como “peor que el anterior por culpa de ustedes que se empeñaron en cambiarlo” o el detective a quien le rompen las gafas en una pelea tabernaria y que no podrá salir del pueblo por los insuficientes horarios del tren. Otros que pendonearán literalmente por la película serán el “tonto” del pueblo acompañado de un burro, un mendigo borracho, un perro al que solo le apalean, un cabo municipal que se pasa la vida durmiendo en un banco de la plaza principal, un domador de caballos, un secretario del ayuntamiento que toca la tuba o la atractiva propietaria de una cantina.
No nos gustaría terminar sin hacer de nuevo una referencia al artículo del inicio sobre el viraje que ha tomado el Festival de Málaga. Citando otra vez a su director, argumentaba este a favor del planteamiento del “Cine en Español” por “preguntarse hoy dónde están las fronteras en una producción actual de cine español […] en clara alusión al importante y diverso escenario de coproducciones entre España y los restantes países iberoamericanos”.
Hace décadas esta situación era impensable. Una película era argentina, colombiana o venezolana, sin discusión. Aun así, y es también lícito preguntárselo a raíz de lo declarado por Juan Antonio Vigar, deberíamos resaltar la convivencia, que no subordinaciones hispanocentristas, de filmografías que en los años cincuenta y sesenta compartían a ambos lados del Atlántico temáticas, tonos y atmósferas similares. ¿No nos recuerda El río de las tumbas al cine costumbrista, social y posibilista de los Bardem, Berlanga, Azcona, Fernán Gómez o Marco Ferreri? ¿No es ese candidato en el balcón de la película de Julio Luzardo un trasunto del “como alcalde vuestro que soy” berlanguiano? Y por rizar el rizo… ¿no son las fiestas del pueblo las mismas que comparten con Las Hurdes buñueliana la bárbara tradición de los jinetes de tener que arrancar las cabezas a los gallos vivos?
Las cosas del “Cine en Español”. Felicidades, Festival de Málaga.
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