Hace no mucho, nuestro siempre admirado referente, Jaume Figueras, afirmó que “calor latente” tenía visos de convertirse en un magnífico título para un filme. Siendo conscientes de nuestra limitación económica –no obviemos el estado de recesión mundial-, nos conformaremos con titular así no ya una película, sino a una columna dedicada a esta magnífica estación que ahora estamos disfrutando o padeciendo –allá cada cual-: el verano. Y es que si el calor latente es “la energía absorbida por un cuerpo al cambiar de un estado a otro”, qué mejor que denominar así al período estival, que con tanto ahínco se esfuerza, año tras año, en derivar nuestro cuerpo y paciencia al estado líquido. Sin embargo, no sería justo reprocharle tanto al estío. No en vano, a él le debemos nuestra inexcusable cita redentora de todo un año eludiendo nuestro radical compromiso para con el cine. Sólo tolerando su soporífera penitencia llegamos, y de qué manera, al sublime placer de ver, disfrutar y sentir el séptimo arte como en ninguna otra estación. Al verano vaya, por tanto, el tributo que ahora le rendimos.
Imagen de Cinema Paradiso. Todos los derechos reservados a sus productores y distribuidores.
Que la crisis no sirva de excusa alguna, cada vez se acude menos a las salas de cine, sin que exista pretexto convincente para avalar esa melindrosa tacañería. Con o sin crisis, el mundo siempre se ha regido por la tendencia a disfrutar del cinema a través de sus ortodoxos –y legales, desterremos de una vez la piratería- medios. Hagamos memoria histórica. Allá por los años diez de la pasada centuria, los sacrificados ciudadanos acudían prestos a las proyecciones que se efectuaban en barracones de madera –los que más-, o teatros adaptados –los que menos-, sólo para poder disfrutar de los limitados cortometrajes incipientes que pioneros como Promio ponían a su disposición. Salones de variedades, recreos como el de Salamanca o el de Argüelles, o incluso el ya mítico Circo de Price, acogían a estos embrionarios cinéfilos que estaban dispuestos a pagar un exorbitado precio –demasiado para una economía de subsistencia restringida- por complacerse con una diversión al alcance de muy pocos.
Tres décadas más tarde, nuestros antepasados hubieron de conformarse con ver desde las trincheras los pocos noticiarios o películas propagandísticas de dudosa calidad –denso tema que indudablemente merece una columna aparte-, con los que tenían la “suerte” de deleitarse. Un decenio después, los famélicos y desesperados descendientes de toda la catástrofe civil, sobrellevaban sus penas y miserias con un cine desmesuradamente caro, que les mostraba cómo existía luz más allá de las fronteras, y que eran capaces de llegar al ayuno para acudir a su cita con Gary Cooper o Rita Hayworth. Ni qué hablar de la censura, ¡cuántos besos le habrá arrebatado la represión a niños y niñas como Salvatore (Cinema Paradiso, 1988, Giuseppe Tornatore), que se criaron sin saber qué sucedía tras el THE END.
Y es que, superado el siglo XX, el tercer milenio nos ha traído unos parámetros hasta ahora inhóspitos que resultan difícilmente explicables, y aún menos comprensibles. La vida está cara: es cierto; la crisis de guionistas ha hecho mella en el cine: de acuerdo; la calidad de las cintas está ciertamente mermada: depende. Y es que, en una sociedad que tiene a la hipocresía generalizada y a la demagogia, afirmar que no se acude al cinema por la baja calidad de las producciones es un insulto a la inteligencia, máxime cuando nuestro país está a la cabeza de los estados que descargan vía electrónica las producciones cinematográficas. Allá cada cual. Y en el caso de las maldades y bondades del cine, quizá fuera adecuado recurrir a Locke y a su archiconocido empirismo. En el pasado año, el cine español perdió varios millones de espectadores, hecho que se trasluce en una merma significativa del poder adquisitivo de la industria y, lo que es más pernicioso, que precipita un miedo a priori del sector productor. Menos inversión equivale a menor producción. Y eso sucede, como decimos, en un año en que se han realizado películas de calidad considerable, como lo son Siete mesas de billar francés (Gracia Querejeta), Chuecatown (Juan Flahn), Días de cine (David Serrano de la Peña), La habitación de Fermat (R.Sopeña, L. Piedrahita), Mataharis (Icíar Bollaín), El Orfanato (J.A. Bayona), Oviedo Exprés (Gonzalo Suárez), El prado de las estrellas (Mario Camus), REC (Jaume Balaguerò), Salir pitando (A.F. Armero), La soledad (J. Rosales), ¿Tú quién eres? (Antonio Mercero) o Trece rosas (E. Martínez Lázaro). Hablar de falta de calidad es adolecer de una carencia absoluta de escrúpulos y aun conocimiento. Acudir a las salas de cine, o disfrutar de él en casa bien sea con legítimos VHS, DVD o Blu-Ray, no es sólo una recomendación, sino un requerimiento que nos beneficia a todos, desde consumidores hasta directores; de críticos a actores.
Imagen de Desayuno con diamantes. Todos los derechos reservados a sus productores y distribuidores.
Sin intención de que el tono peque en exceso de admonitorio, sí es cierto que este verano tenemos una oportunidad inigualable de disfrutar del cine como un acto responsable y fiel, fidelidad que le debemos a una industria que ha puesto imágenes a nuestros sueños; que ha dibujado con tanta lucidez veranos de ensueño como el disfrutado por Kim Novak junto a un rasuradísimo –exigencias del guión y la censura- William Holden en Pic-Nic (1955, Joshua Logan); el cine que nos ha presentado a una directora encomiable como Lee Jeong-Hyang y que nos ha retrotraído a un verano armonioso y dulce conducido por Sang Woo y su abuela (2002), a través del cual nos ha enseñado que, a veces, no hay fronteras para la comprensión, ni físicas ni idiomáticas. Un cine que nos ha revelado cómo los amores de verano no entienden de edad, como le sucede a Blas Otamendi en Historia de un beso (2002, José Luis Garci), ni tampoco de clase social, West Side Story, (1961 Robert Wise); ni tampoco profesión ni condición, como nos mostraron –deleitándonos- Holly Golightly –Audrey Hepburn- y Paul “Fred” Varjak –adorable George Peppard- en Breakfast at Tiffany´s (1961, Blake Edwards).
Y es que el verano, como el cine, tienen mucho que ofrecernos. No importa cuan calurosa sea la temperatura. No importa que las crisis, los termómetros, los guionistas norteamericanos o la piratería se unan en una causa común para hacernos desfallecer y perder nuestra fe. El Via Crucis de la desidia y la apatía tienen un fin libertador: el hecho de que cada vez que las luces se apagan en una sala de cine, la ilusión vuelva a comenzar. No sé ustedes, pero que un invento que cuenta con más de cien años de vida siga produciendo semejante efecto en nosotros, se me antoja como un verdadero sueño de verano. Por ello, ahora como antes, disfruten del cinema como él y nosotros nos merecemos. Ya saben, ilegalidad, nunca; pero cine… Cine siempre.
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