Y así fue que de todos los cafés y locales del mundo, Ilsa hubo de aparecer en el de Rick, intramuros de Casablanca. Lo hizo en diciembre de 1941, más confortada que desvaída, mientras reclamaba de Sam que tocara de nuevo una vieja canción, aquélla en la que se instaba a recordar que un beso era sólo un beso, aun a sabiendas de que su otrora amante (Humphrey Bogart), todavía rememoraba los que ella le había regalado en el pasado, un pasado parisino que ambos veneraban y ninguno había olvidado.
Y es que en el cine, nadie olvida el amor lejano. En la vida real las experiencias se acumulan y se sobreimpresionan, pero en el cine cualquier recuerdo marca de por vida a sus protagonistas. Nadie se recupera de amor en el séptimo arte. A veinticuatro fotogramas por minuto, el amor es letal. Lo es cuando los amantes, por infortunios del destino, han de separarse. Piénsese si no en Sucedió una noche o en Vacaciones en Roma: dos personas distintas, con temperamentos dispares y proveniencias desemejantes, han de tolerarse para más tarde extrañarse con resignación. Lo es, también, cuando los apasionados intérpretes coinciden en un recodo oblicuo del destino, conociéndose casi a hurtadillas, debiendo desaparecer de inmediato y sin remedio, intentando de todos los modos legales e indebidos reencontrarse en otra bocacalle de sus vidas. De esto sabía y mucho Leo McCarey: su Love Affair (1939) y el redoble de campanas de An Affair to remember (1957) no sólo demostraron que el Empire State Building era el mejor de los destinos de San Valentín, sino que el amor bien encauzado, podía llevar pareja una planificada cita previa. Lástima que Irene Dunne primero y más tarde Deborah Kerr, descubrieran cruelmente que soñar con las alturas impedía poner los pies en la tierra.
En el cine nadie pisa calzada firme. Todos se enamoran de manera fulminante, fatua y forzosamente novelesca, pese a lo cual, o precisamente por ello, es el romántico el género del que más gente se queda prendada, por mucho que tanto y tan frecuentemente se abjure de él. Pocos son los títulos en que sus protagonistas, conscientes de las barreras impuestas a su afecto, deciden hacer de su debilidad su fortaleza y seguir adelante. Son pocos, efectivamente, pero existen.
Fotograma de Antes del amanecer. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
En 1995 Richard Linklater y Kim Krizan firmaron un guión cuya frescura y rebuscamiento llamaron la atención de forma inmediata. Con dos millones y medio de dólares de presupuesto, y tan sólo dos actores nacía Antes de amanecer, cinta de culto que marcó las filias amorosas de toda una generación de espectadores deseosos de un romance como el de Céline (Julie Delpy) y Jesse (Ethan Hawke), dos veinteañeros que deambulan por el corazón del viejo continente y que, sin razón aparente, son capaces de activar la alquimia del amor. Inexplicable como las relaciones de alguna canción perdida de Chrissie Hyndel, Céline y Jesse coinciden en un tren a su paso por centroeuropa. Ella regresa de Budapest con dirección a París; él ha viajado de Madrid al cielo, y de regreso del purgatorio toma un tren con destino a Viena, lugar desde el que partirá de vuelta a Estados Unidos. Ella es francesa. Él, americano. Ambos coinciden en el mismo vagón, se miran, se cautivan, hablan y no cesan de hablar. Se gustan aún más. Cuando el tren hace su parada en Viena, Jesse propone una excéntrica aventura a Céline: sin dinero pero con atracción mutua a raudales, pueden deambular por la capital hasta que amanezca, trece horas de ininterrumpido parlamento en el que se pueden conocer y hasta arrepentir de haberse conocido. Sin planteárselo siquiera un segundo, Céline acepta. Se toma su tiempo para bajar el escalón que separa su vida de la de Jesse, y finalmente traspasa la barrera de la razón y del juicio. Nadie sabe que ambos están allí. Son anónimos y libres.
Conforme pasa la noche, irán descubriendo que ambos encajan. No de una manera artificiosa, cinematográfica incluso, sino real: son torpes, directos, seguros, inciertos. Se rozan la mano; tropiezan el uno con el otro; discuten a las orillas del Danubio. Él opina que “el amor es la evasión de dos personas que no saben estar solas”; ella puntea que el feminismo es el gran invento de un varón que ambiciona ser aún más promiscuo. Ambos fruncen el ceño y ambos ríen. Ninguno sabe qué quiere ni qué les empuja a estar juntos, pero es común, a los dos les ha atrapado una fuerza desconocida. Sin ilusiones ni proyectos, brindarán por la que será su primera y última noche juntos, aceptando que no volverán a verse nunca. Nada de teléfonos, nada de apellidos o direcciones; Céline y Jesse lo apuestan todo contra nada, aunque finalmente sólo quede la penitencia.
Rodada en tiempo real, con diálogos infinitos, cámara en mano y espacios naturales, el anochecer y el amanecer cobran una especial significación en el transcurso de esta pareja. De una sola jornada de duración, como una obra clásica, y con elementos dramáticos tan inherentes a la teatralización humana que bien podrían haber sido retratados por Esquilo o Sófocles, Antes de amanecer es de un realismo sobrecogedor, romántico como una noche entre Gable y Colbert, e intelectualizante como un paseo por Manhattan entre Woody Allen y Diane Keaton. No hay trampa ni cartón: sólo dos personas en el andén de su juventud dispuestos a coger el tren que les empuje, de una vez por todas, a la edad adulta.
Con el alba, los dos se despedirán con lastimero remordimiento, ninguno quiere prescindir del otro. In extremis urden un precipitado plan: ambos acudirán a la misma estación de tren dentro de seis meses, el 16 de diciembre de 1994, cerrando así el círculo con películas como Tú y yo o su falsificada Algo para recordar. Pero al contrario que Charles Boyer, Cary Grant o Tom Hanks, Jesse no recibe la recompensa del amor de manera inmediata, siendo necesario un nuevo largometraje para reunir de nuevo a esta frustrada pareja.
Let me sing you a Walz
Nos encontramos ahora en 2003. Con guión firmado por Linklater, Delpy y Hawke (nominado al Oscar al Mejor Guión Original), se presenta Antes del atardecer, el fin de este amor episódico (conviene remarcar que no se trata de una trilogía, si alguien busca en la cinta de Julian Schnabel Before the night falls, el desenlace de esta secuela, sufrirá un gran desconcierto).
Han pasado nueve años desde que Viena quedara desamparada y huérfana de amores. Jesse ha escrito un libro elocuente, una novela que habla de un amor para recordar: una noche, dos desconocidos, un andén de tren. De viaje promocional por París, en una bucólica librería francesa atestada de pulgas y preguntas indiscretas, de entre el gentío de la rueda de prensa emerge Céline. No es una aparición, es real. De nuevo torpes, directos, seguros e inciertos, los dos han cambiado sobremanera y, sin embargo, siguen encajando como un puzzle aún sin resolver.
Fotograma de Antes de atardecer. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
Los recuerdos son maravillosos si no tienes que afrontar el pasado, se dirán durante el irrepetible paseo que presurosamente dan por París, antes de que Jesse deba acudir a contrarreloj al aeropuerto, camino de Nueva York. Ambos se siguen atrayendo; ambos siguen cristalizando. Pero el universo ha dado muchas vueltas: el joven escritor está casado y tiene un hijo; la bella Céline mantiene una relación con un corresponsal de guerra. Ninguno es feliz. Ninguno ha vuelto a sentir como con aquel breve encuentro. Todavía les queda una hora para estar juntos, una hora en la que descubrirán que la felicidad subyace en la búsqueda, no en los logros. Hablan mucho y sin parar. Se reprochan haber aparecido, haber existido, haberse incluso conocido. Si no se hubieran encontrado en aquel tren, no tendrían un modelo, una plusmarca que desbancar con sus relaciones futuras. Su colisión fortuita fue su perdición.
Ambos ríen, se enfadan, y vuelven a reír, pero sin dejar de hablar. El mundo ha cambiado, sus circunstancias también, pero ellos no, no sus sentimientos. Cuando tan sólo quedan minutos para que Jesse tenga que acercarse al aeropuerto, un nuevo giro opera en las vidas de ambos: él le ha dedicado un libro y nueve años de fervor; ella a él una década de espera y la letra de una canción. Sin tiempo, acelerando cada paso y debiendo volver al instante real, ambos se acercan a la casa de Céline para que ella pueda cantarle un vals. Él la mira, ella baila. Ambos se enamoran nuevamente. Él sigue mirándola y ella, cuan Nina Simone, apunta: “pequeño, creo que vas a perder el avión”. Pero hace tiempo que Jesse ha comprendido que para ganar en el amor, primero hay que rendirse, como sabiamente apuntaba J. Richman. “Lo sé”, le interpela entonces él, sabiendo que no coger el avión es quizá la única forma de recuperar el tren perdido
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