Quizás todos nos hemos interrogado a nosotros mismos -en algún momento sirkiano- mirando a través de la ventana hacia el exterior o buscándonos en nuestra propia “imitación de la vida” en un espejo y entonces, en un solo y diminuto instante, pensamos en lo lejos o cerca que estamos del cielo. El realizador estadounidense Todd Haynes es un apasionado del arte, pero del arte de existir a través de la emoción. Es imprescindible –y resulta recurrente- este mismo argumento que, cuando está ausente, pareciera que no habláramos de cine. Su película galardonada con el Premio Independent Spirit al mejor director en el año 2002, posee la virtud de engalanar y revalorizar el melodrama de los años cincuenta: Sólo el cielo lo sabe de Douglas Sirk. Y es que la fortaleza lírica de la música de Bernstein, que son los compases del año 1960 en From the Terrace (Desde la terraza), nos compra el billete a la manera de un Ticket to Ride de los Beatles, para intentar tomar asiento en un viaje al cielo.
La película es un instante donde las sublimes interpretaciones de los actores –Julianne Moore, Dennis Quaid y Dennis Haysbert- nos mimetizan con los personajes de la historia en el ámbito más difícil y ambiguo que tiene el ser humano: la capacidad de ser en el sentimiento de amar. La vitalidad del sufrimiento en la búsqueda de la felicidad, unido al espíritu teñido en un color desolador en su brillantez de la cinta -del pintor de la introspección urbana Edward Hopper- nos desliza hacia una puesta en escena absolutamente romántica formal, donde el guión se reduce en su texto para ceder el lugar a esos ojos de la actriz que -en la escena final buscando el anhelo de un consuelo, en esa mirada perdida que se desdibuja al tiempo que un tren se desvanece -se marcha sin retorno de espaldas al espectador. Eminentemente clásica, romántica, evocando a David Lean en su Breve Encuentro, fundida en el rojo intenso de su abrigo y deshilachada en las notas lánguidas de mi admirado Elmer Bernstein. Cuantas “noches de copa” he relegado el jazz a favor de los compases melancólicos de Bernstein y he dejado evocar las imágenes de sus películas, escenas cortas de duetos interpretativos, de Newman y Woodward, de Moore y Dennis Haysbert, en ese lugar escondido del ruido, detrás de la casa, en un encuentro en el taxi con el saludo de un beso deseado y disimulado, en ese santuario de un paraíso perdido donde su deseo limpio de amor imposible le permite el atrevimiento de posar su mano con delicadeza en su hombro –el de Julianne Moore- y ella se la besa muy suavemente al mismo tiempo que él en un sollozo callado le vaticina que su vida será espléndida lejos de él, lejos del cielo.
“Adiós Cathy” es la despedida de una idea mucho más extensa, de todas las Cathys del universo lírico, de las de Cumbres Borrascosas, de las de todas las mujeres que emergen de un sueño, del mito, y se convierten al logos, de todos los hombres que rompiendo el estereotipo se quiebran en la desazón y -como dice una amiga del alma cinéfila- los hombres se enamoran más intensamente que las mujeres. ¿Será esto cierto? ¿Será Todd Haynes un mago que nos cede a su personaje en el mayor espíritu de bondad que alberga el hombre, en la generosidad del sacrificio en el compás del amor? El director nos concede una muestra de su adoración estética al indicarnos un camino para encontrar la verdad de nosotros mismos en el silencio, en la felicidad de sentirse enamorado aunque no aparezca la correspondencia, en la autenticidad. El personaje de Dennis Quaid, contenido, fuerte y roto al mismo tiempo, está trazado desde la verdad: “Estoy enamorado por primera vez en mi vida”. Es por ello que la película no es una reivindicación sobre el racismo, la homofobia y el clasismo, es mucho más al trascender sobre estos hilos argumentales a un concepto íntimo de la existencia del ser humano: la capacidad de querer al intentar amar. Y entonces el equilibrio de la imagen que muestra la belleza de la vida, de los árboles, de los niños criados en ambientes distintos, de la evolución del desamor al amor, completan el cuadro de la esperanza interna que el hombre piensa que puede alcanzar al entender que en el principio de su voluntad su conducta está lejos del cielo.
El autor nos enseña que este es un paraíso entregado a todos sin excepción alguna. Ni siquiera la hipocresía social de la falsa economía del bienestar americana de los años cincuenta se eleva en la película como un argumento fundamental. Es una mera excusa. Por eso la cinta de Haynnes no es una crítica social, ni siquiera histórica dentro de una sociedad puritana y falsa. Es un tema universal dentro de un contexto crítico concreto, como le sucedía a la cinta de Minghella El Paciente inglés. Si en aquella cueva fue un dedal el secreto de un amor escondido tras la soberbia, en Lejos del Cielo es un pañuelo cedido al aire y entregado ante la sorpresa y la admiración, por un hombre de color, sencillo pero íntegro. Es más, esa misma sutileza la traslada a su Carol de 2015 cuando Cate Blanchett pregunta íntimamente a alguien que acaba de conocer y que como bien dice: “ni siquiera sé lo que voy a pedir para el desayuno” (mucho menos piensa cómo contestar a una desconocida sobre su profunda intimidad). Ese es el juego del director entre el deseo y el atreverse a desear: la vida misma. En esta película de estética formal similar, el autor mantiene el tono de luz de Hopper, la desolación del interior reflejada en las calles y el interior de los lugares comunes a los ciudadanos americanos que comparten su monólogo con su desayuno y un desconocido que se sentó a su lado.
Quizás por la que la vida nos presenta a lo largo de sus actos a todos los desconocidos del mundo cuando el único que pretende conocerse es uno mismo: como en Lejos del cielo y en Carol. “Me muero de hambre” dice Blanchett en su diálogo. No puede ser más contundente para el espectador a la vista del desarrollo de la cinta del autor, invadida por la presencia de la talentosa Rooney Mara -una de las cuestiones que me llena de duda al no entender cómo la película de Haynes queda excluida de esta edición de los Oscar a favor de cintas como Spotlight o Marte e incluso La Gran Apuesta-. Haynes es un experto en mostrar la profundidad del alma en imágenes, desgarradas, silenciosas, casi del diván del Dr. Freud donde el resultado analítico es cómo el hombre se antepone con su verdad a las mentiras de los arquetipos sociales, pragmáticos, utilitarios y carentes de sentido para la buena salud del ser humano.
Toda la belleza de Carol reside en un principio, en una idea inicial que posee el hombre a la hora de sentir. En el primer instante de sentir, ni Moore, ni Blanchet, ni Mara piden permiso para ello. Ni siquiera Patricia Highsmith lo pidió para escribir su secreta novela. En ambas películas de Haynes, no hay condena sino resignación y en Lejos del cielo una manifestación de que se puede amar en la lejanía, como hiciera Graham Green en El Fin del Romance: “A Dios no lo he visto nunca y lo amo profundamente”. Haynes y Platón desayunan juntos muchas mañanas del día, dialogan y después nos hacen sentir al objetivo de la cámara. Amigos del cine, ved Carol y después os “moriréis de hambre” por rescatar Lejos del Cielo del 2002 o la serie Mildred Pierce dirigida por este humanista que es nuestro emotivo realizador.
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