Era Navidad. Mejor dicho, días antes de Navidad. Todo era quietud, no se oía un alma. A lo lejos, las luces navideñas adornaban el Paseo de la Castellana y Atocha, pero en Delicias, la calle donde me encontraba, el tiempo parecía haberse detenido o adormilado. En verdad, el fluir de las horas se paraliza cuando se está esperando, y en aquel momento, un anochecer de domingo, las horas discurrían agónicamente. En la acera, a escasos metros de mi coche, una clínica veterinaria de urgencias; en segunda fila, mi mente entreteniéndose hasta que un vehículo saliera de su hilera para permitirme a mí abandonar la mía. La gente pasaba con prisa, las urnas nos habían llamado y las crónicas políticas empezaban a dar sus primeras cifras. Pero yo seguía en aquel lugar, esperando en un coche que se hacía más rígido y fatigoso con el pasar del tiempo. Sin apenas darme cuenta, una ambulancia se colocó delante de mí. De ella emergieron un hombre y una mujer, que subieron a un piso con un desfibrilador en la mano. Un desfribilador -pensé por aquel entonces- cuál sería la suerte que correría quien lo necesitaba. La espera propicia elucubraciones extrañas.
En ese momento, otra pareja se introdujo en un vehículo de minúsculo tamaño, de esos que admiten conductor y copiloto, dos personas escasas. Conducía él. Lo recuerdo porque entonces, en aquel preciso instante, el chico comenzó su esforzado peregrinar hacia delante y hacia atrás, intentando salir por el hueco minúsculo que la ambulancia en segunda fila le había dejado a sus espaldas. Al frente de nuevo, atrás otra vez; no conseguía sortear la ambulancia paralela, demasiado invasiva para su ansiedad. La chica, la copiloto, le pidió entonces que se bajara. Ambos se bajaron. En lugar de sucumbir al nerviosismo o a la socorrida bocina, la joven cogió el volante, se inclinó hacia la acera, dio marcha atrás, colocó el coche perpendicular a la ambulancia y con tino, con mucho tino, sacó el coche del embrollo en menos de medio minuto. El chico estaba, en cierto y perverso sentido, avergonzado ante mi presencia, la cual esquivó mientras se disponía, superado el embrollo, a tomar de nuevo el mando. Aquella situación no pudo ser más refrescante para mí. Y no solo porque sea ya la enésima vez que veo algo semejante en mi trayectoria como conductora, sino porque esa escena, tan cercana a la Navidad y al año nuevo, me pareció del todo alegórica.
En aquellas calles de un Madrid que tanto me recuerda al cine de los años cincuenta y sesenta, un cambio verdadero se estaba dando en el nivel que más importa, el social. Atrás quedan los atropellos de esas películas en las que la mujer queda postrada ante el hombre, dueño del volante, del vehículo, de la vivienda y de su propia vida. Allí no había una joven callada ante la histeria de su pareja, justificada siempre de mil una maneras. Había un problema, dos compañeros y una solución. Me di cuenta entonces de que la sociedad gira, y cambia, y vuelve a girar de nuevo, y así se va posicionando a distinta velocidad, distinta incluso a la del propio cine, a veces demasiado a la zaga y en constante postración ante el pasado.
Horas después, cuando las luces de la Castellana volvían a hacerse visibles y la Puerta de Alcalá saludaba imperturbable ante el trajín de coches y viandantes, no podía dejar de pensar que, en este nuevo año que iniciamos, tenemos la oportunidad de volver a empezar. Pero de hacerlo en serio, no a medias; empezar a abandonar prejuicios, empezar a pensar por nosotros mismos. Cuántos destinos se pierden y cuántos se truncan por querer evitar lo que es inevitable: que la vida fluya. Cuántas mujeres han perecido, cuántas familias han tenido que sufrir lo indecible, cuántas parejas no aceptan que, ante un enredo, sean las mujeres las que mantengan la calma y quienes saquen el vehículo con rapidez y destreza. Cuántas expresiones de un retraimiento ya arcaico deben dar paso a la serenidad y la colaboración. Aquellas escenas de violencia familiar tan bien retratadas por Terence Davies en su Voces distantes (1988), deben ya desaparecer. Esos personajes temerosos de perder una hegemonía simbólica y también física, como el que encarnaba el gran Pete Postlethwaite, deben dar paso a otras figuras, a otras Navidades. Recuerdo la actitud de Postlethwaite ante sus estremecidos hijos de ficción, durante una Nochebuena: una condición despótica, tiránica, atemorizando a unos niños que, en lugar de disfrutar, solo deseaban abandonar la mesa. Desterremos ya esta violencia, esta crueldad, una crueldad vívida que al contrario que en Distant Voices, Still Lives, no entona Ella Fitzgerald ni compone George Gershwin.
Digamos no a iniciar un nuevo año con rémoras. Liberémonos de lo que nos ha hecho infelices generación tras generación. Quizá así usemos menos los desfibriladores. Tal vez así busquemos el júbilo y no el silencio, y visitemos a la familia y no las salas de urgencias. Quizá así pensemos en la colaboración y no en la competitividad, y miremos la vida, y no la muerte. Tal vez así vivamos el futuro, sin lastrar el pasado. Feliz año.
Deja un comentario