Fue una tarde de frío donde, sobre una pared acolchada de tachuelas, vislumbramos un blanco y negro que dibujaba la sonrisa de Chevalier, el envejecido rostro de Gary Cooper y la ensoñación de una joven que vivía con su padre, que sólo existió en el único amor de un “Don Juan” americano de nombre Flanagan, y que tocaba el violonchelo: Ariane (1957).
Cuando un París de poética realista –con el amor a la manera entendida de todo ser humano- se plasma en la ilusión de una joven Audrey Hepburn que vive sus memorias de sus sueños, arrancadas de los archivos de un paternal detective, Billy Wilder imagina el absurdo del amor en su primera colaboración con el eficiente e inolvidable guionista Izzy Diamond. En un año 1957 donde los anhelos americanos se han consolidado sobre la economía del bienestar y el melodramático Douglas Sirk ya ha condenado el ansia de poder y la injusticia social en Written on the Wind, Wilder nos habla de la necesidad de amar.
Una vez más, una mera excusa para hablar de la existencia contenida en una flor ajada, conservada en el frigorífico y a la que Ariane (Hepburn) saca cada día para que la luz del sol la renueve, como un ave fénix, en contraposición a la mezquindad de los adultos que se esconden en un hotel ante el desasosiego de un marido ridículo que lleva en el abrigo un revolver que no sabe usar, y la ironía de unos músicos de cuarteto húngaros de cuerda que son sus únicos cómplices en su deseo de salvar al viejo Cooper de la venganza, y que son tan absurdos en su objetividad como sus violines empapados dentro de una sauna. Porque todos estos elementos -disfraces incomprensibles, un hotel lleno de ruido del que nadie se queja y ajenos a todo a cambio de un baile en estrecha comunión con la idea del amor, en el subterfugio de una tenue luz y del corazón de una “delgaducha” que ha tenido tantos amantes como su burlesco playboy– componen un espacio oculto y un lugar poético.
Simbolizado en ese paraíso perdido que es la convivencia con su padre en esa casa parisina, Wilder resume su filmografía de manera prodigiosa. Todas las puertas del universo de Lubitsch se abren como lucidos abanicos en la cinta de Wilder, los mejores momentos sardónicos del cine mudo se deslizan en un carrito de bebidas sobre la moqueta de una habitación de hotel y el guiño irónico al espectador cuando el director introduce en la escena de la ópera a su propia esposa como la actriz amante temporal del “zorro” Cooper: “Nadie es perfecto” que diría unos años después.
Pero, cómo era Wilder. Tan pronto necesitaba hablarnos de la redención más sublime que posee el ser humano de sí mismo a través del amor, como acto seguido nos muestra la maldad en estado puro, en el engaño de un Tyrone Power a la manera de Hitchcock en su Witness for the prosecution (Testigo de cargo). El director nos quería mostrar que ambas caras son de la misma moneda y, precisamente su elección forzosa del bueno de Cooper, es la ironía de la confirmación de que incluso el hombre aparentemente más bueno puede ser un canalla, porque Wilder no es Frank Capra y el absurdo de Billy no va en el camino de construir el universo de bondad del querido director de Qué bello es vivir (1946). Wilder es el maestro de la realidad objetiva a través de la absurda ironía: un caniche que se llama Nerón y un Cary Grant que rechazó el papel de Cooper argumentando que le “daba malas vibraciones”.
Cuanta metáfora de la felicidad como anhelo se diseña en el cine de Wilder. La inspiración del romanticismo se germina desde los sucesos menos románticos que el ser humano pueda imaginar y, en el caso de Ariane, es desde la mentira del sentimiento amoroso de Cooper. Qué momento Wilder el de las confesiones que tanto le gustan, en un juicio o frente a un espejo como en Días sin huella (1945), o en la casa-oficina de Chevalier, donde el descubrimiento de esa “A” que empieza un nombre y que no es Adolf, queda revelado cuando el historial amoroso de la joven es el mismo diario descrito en los archivos que su padre guarda bajo una llave material, que nada cierra pero que todo abre: el mundo a los ojos juveniles de Ariane. Y en esa confesión, desde el más puro realismo zoliano, su padre (Chevalier) le suplica a su cliente playboy (Cooper) que le conceda una oportunidad a su hija, y que marche y la deje vivir en su ensoñación, porque es la primera vez que se enamora y esto lo dice con un brillo en los ojos que denota la emoción de un padre que siente más amor aún por una hija que se hizo mayor y que debe ser parte del mundo, que no sólo del suyo.
Wilder pinta a una Hepburn idealizada, emergida de un verso romántico, de la misma manera que ya lo hizo en 1954 con Sabrina, desmaterializada, en tan sólo su esencia donde su delgadez es la espiritualidad de un personaje del Greco, y su violonchelo es la moneda de cambio para obtener un abrigo de armiño blanco porque, si en el armario se esconde el violonchelo junto a la ropa, en la funda del instrumento se guarda el abrigo de pieles que tanto necesita para impresionar al viejo Cooper. Es un tren el que se marcha lentamente mientras ella corre por el andén, de la misma manera que las lágrimas se deslizan por sus mejillas, y Cooper se debate entre el honor de viejos camaradas y una emoción que se le escapo entre los nombres del inicio del abecedario, un nombre que empieza por la letra A.
Ese travelling lineal final de Wilder es el equilibrio de la sintonía entre autor y actriz (Hepburn), el sentimiento romántico puesto al servicio del encuadre, de la luz y del espectador. Pudiera parecer una película de enorme simplicidad si la comparamos con otras obras de Wilder pero, al igual que un pintor, nuestro admirado Billy encontró la manera de simplificar, de evitar personajes indecisos en escenas recargadas de artificio artístico y de tomar la esencia en una breve pincelada, en un primer plano de Audrey-Ariane, tan sólo el alma de la joven ninfea en manos de un dios griego que la eleva de la tierra al aire y, una vez más, en un viaje. Una Ariane que dejó su hogar para adentrarse en el laberinto de ese Minotauro que habitaba la habitación del hotel con sus músicos guardianes y que por ser, según la tradición, la más pura, encuentra la salida del laberinto y se redime por amor. Quizás el mejor Wilder.
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