Sirva como premisa que el orgullo es libre y necesario, y por supuesto todos tenemos derecho a manifestarlo cuando las circunstancias atentan contra nuestra dignidad. Valga entonces como antecedente que, naturalmente, todos tenemos nuestro orgullo. O tal vez no.
Fotograma de Mujeres, 1939, Metro-Goldwyn-Mayer (MGM), Loew’s. Todos los derechos reservados
La mujer transige desde que nace
Esta última frase, tan locuaz, tan amargamente desoladora, era pronunciada en una conocida película norteamericana, The Women, dirigida por George Cukor en 1939, y basada en la obra teatral homónima de Clare Boothe (absténganse de ver The Opposite Sex o The Women (2008, Diane English), aunque versiones de la anterior, el nivel de éstas llega a rozar lo ignominioso). Mujeres es una cinta que, dicho sea de paso, debe parte de su éxito al plantel íntegramente femenino (los hombres no aparecen ni de refilón, aunque su presencia sea omnipresente durante toda la trama), tanto en su versión cinematográfica como en la teatral.
En The Women, las opulentas damas de Park Avenue, todas ellas gossip girls, se recrean y entretienen descubriendo los escarceos y demás espesuras de la vida matrimonial de sus compañeras, intentando destrozar cuantas parejas sean capaces de alcanzar con sus afiladas lenguas. En esta ocasión el turno le toca a la apocada Mary (brillante Norma Shearer pese a sus usos tan de cine mudo), quien descubre que el señor Haines, su marido, le es infiel con una llamativa y poco recatada vendedora de perfumes, Crystal (Joan Crawford). Ese instante de revelación es posibilitado por la venenosa intervención de su prima Sylvia (magnífica Rosalind Russell), quien hábilmente allana el camino para que Mary descubra toda y nada más que la verdad. Ultrajada, ésta decide acudir a Reno, estado en el que la dignidad de las mujeres es recobrada por obra y gracia del divorcio express, que les daba la oportunidad de reconquistar su decoro poniendo la demanda de separación antes que sus cónyuges. En Reno se reunirán, como cónclave de insatisfacción, la corista Aarons (Paulette Goddard), la condesa De Lave (Mary Boland) y la pusilánime Peggy (Joan Fontaine), todas ellas dispuestas a dar por finiquitada su relación no tanto por restituir su libertad, cuanto por mantener las apariencias de su buen nombre. Sin embargo, y ésta es la clave, ninguna ha dejado de amar a su pareja. Tanto si se trata de una reincidente (De Lave), como de una mujer harta de que su marido fiscalice su sueldo y a pesar de ello no la respete (Peggy), e incluso una mujer a la que maltratan reiteradamente (caso de Lucy, Marjorie Main), todas ellas quieren que sus respectivos esposos regresen a sus brazos. El motivo por el que no son ellas las que acuden primero es simple: tienen su orgullo. Así lo hace saber en más de una decena de ocasiones Fontaine, quien ante cualquier tipo de pregunta responde concisa aunque con cierto descreimiento: “I´ve got my pride”. En cualquier caso, si algo no les cuadra en la ecuación a todas ellas es, finalmente, el orgullo. Rendidas a los pies de sus maridos, una a una irán desfilando por el camino del deber (oculto bajo el rótulo del amor), dando dos, tres e infinitas oportunidades a quienes saben ya de sobra, que poseen crédito indefinido en sus cuentas matrimoniales.
Fotograma de Mujeres, 1939, Metro-Goldwyn-Mayer (MGM), Loew’s. Todos los derechos reservados
El orgullo es un lujo que una mujer enamorada no puede permitirse
Con esta sentencia concluirá la película cuando Mary, absorta y en éxtasis cuasi místico, recorra la habitación en un primerísimo plano hasta fundirse (en sentido estricto), con su pareja y con la cámara. Espeluznante mensaje, sin duda, sobre todo atendiendo a que la autora teatral y las dos guionistas (Anita Loos y Jane Murfin), son mujeres. Es difícil reclamar para un sector de la población dignidad, si ni siquiera sus propias integrantes se creen merecedoras de ella, o si establecen un reglamento de excepcionalidad para casos que requieren una dejación de sus propios derechos. No tener orgullo, ni voz, ni voto, es algo a lo que estamos demasiado acostumbrados. Lo estamos cuando vemos esas tristes mujeres mostrando sus carnes, ofreciéndose sin ambages a quien se tercie en cualquier polígono industrial del extrarradio; lo estamos cuando se exhiben cuerpos femeninos hasta en el más vacuo de los productos publicitarios, la contraportada desnuda de periódicos deportivos o los panfletos de cualquier local. Lo estamos cuando vemos modelos desfiguradas, semidesnudas y enfermizas en sus papeles “estelares” de cadáveres en las series de crímenes que proliferan en la televisión, entregando morbo en un conflictivo dilema entre la atracción y la necrofilia. Difícil reclamar orgullo y dignidad, se lo aseguro, a un grupo al que se ha avasallado, y tanto, durante toda la historia y a tantos niveles.
Tenemos nuestro orgullo, faltaría más. Orgullo para ser personas, para ser madres, para ser mujeres, y para ser libres. Para trabajar, para luchar, para cooperar, para amar. Qué insensatez confundir amor con servilismo; dulzura con debilidad; feminismo con odio o indignación con revanchismo.
Las redes sociales, el cine, la sociedad, tienen que cambiar nuestra percepción de los sexos y los roles que llevan parejos. Un nuevo orden más justo, mejor, nos está esperando. Ojalá nunca tengamos que recordar la cantidad de despropósitos que se llevan a cabo contra el bastión femenino del mundo. Hasta entonces, recurramos a la dignidad humana para reclamar lo que es nuestro. Todos tenemos nuestro orgullo. Las mujeres también.
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