Parecía un lienzo. Claro que en aquel entonces, cualquier manifestación artística se me habría antojado fascinante, ya que es bien sabido que esperar una larga cola, máxime cuando eres tú quien la provoca, incita a las más inusitadas maneras de perder el tiempo. Pero aquel tatuaje en la espalda de una joven menuda, de piel extremadamente pálida, parecía realmente un lienzo. Recuerdo haberlo pensado justo cuando la cajera, abstraída en su teclado, miró hacia mí y me confesó que la caja registradora se había quedado bloqueada: “necesitaré una llave para reiniciarla”, me dijo algo cohibida. Nunca pensé que la llave tardaría más tiempo en recuperarse que el que necesitó Frodo para llegar a las Tierras Imperecederas.

Inerme, casi sin proponérmelo, mi mente comenzó su particular viaje posándose sobre los más variados distractores que impidieron que me fijara en la desafección que, poco a poco, la larga espera iba provocando en los que detrás de mí esperaban. Uno a uno fueron yéndose, abandonando a su suerte a la cajera, a la llave y a mí. Así, cuando ya no pensaba en otra cosa, volví a reparar en una pareja inusual, muy compenetrada y con un ritmo presuroso, cuya mujer enseñaba a lo largo de su espinazo un tatuaje un punto enmarañado y ciertamente representativo de sus gustos, un inmenso diseño de Alicia en el País de las Maravillas de Tim Burton. De omóplato a omóplato, ambos incluidos, podía verse a su izquierda un inmenso hongo de altas proporciones, coronado por Absolem, la oruga que fuma en narguile, cuya exhalación alcanzaba precisamente el omóplato derecho, donde estaba situado Cheshire el gato, aletargado en su nimbo.

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Imagen de Alicia en el País de las Maravillas- Copyright © 2010 Walt Disney Pictures, Roth Films, Team Todd y Zanuck Company. Distribuida en España por Walt Disney Studios Motion Pictures Spain. Todos los derechos reservados.

No sé qué me sorprendió más, si el hecho que alguien demostrase tal apego a la labor del centenar de ilustradores y diseñadores del filme de Burton, o que tras más de quince minutos la llave todavía no hubiera llegado a su destino. En cualquier caso, siempre me he declarado devota de los tatuajes, es un ritual que respeto y admiro, máxime teniendo en cuenta que su adopción implica dolor las más de las veces, por no declarar que siempre provoca padecimiento. La cuestión más acuciante que en aquel momento cruzó mi imaginación fue -además del dolor y de la ingrata sujeción a las modas que siempre llevan parejas estas expresiones creativas-, la idea de que el cine ha de causar una fuerte impronta en los individuos para hacer que varíen su propio cuerpo para hacer de soporte, en sentido literal, de una película, algo casi publicitario.

Veíamos hace años en el filme documental La gran final de Gerardo Olivares, cómo en tierras de la Amazonía, algunos indígenas habían sustituido sus tribales tatoos por la inscripción indeleble de los números y los nombres de sus futbolistas favoritos, como si de una camiseta del equipo de fútbol se tratase. La espalda de estos hombres quedaba marcada de por vida por el 7 de Raúl como si fuese un mensaje guerrero, una arenga para el combate.

Decía Pedro Almodóvar hace par de meses en Cannes que, por desgracia, el cine ya no es capaz de provocar adhesiones como hace décadas, sino que ha pasado a un tercer o cuarto plano, por detrás de los deportistas y los cantantes de pop. Quizá el realizador manchego esté en lo cierto, que el séptimo arte ha perdido adeptos es un hecho; sin embargo, a veces es necesaria tan sólo media hora para darse cuenta de que el cine sigue su inquebrantable movimiento de inoculación paulatina, puede que más sutilmente, pero del mismo modo enérgico. Camisetas parodiando Pulp Fiction o mostrando a Brando como Vito Corleone o al Al Pacino de Scarface, dan cuenta de la implantación del cine en nuestras vidas. Ya no sólo lo consumimos en las salas, también lo llevamos puesto, lo tatuamos, lo imitamos. Como en un proceso mítico casi de Barthes, nos hemos vaciado de contenido para llenarnos de su magia, de toda su significación. El cine está más presente en nuestras vidas de lo que creemos, y tiene más importancia que la que le concedemos.

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Imagen de Alicia en el País de las Maravillas- Copyright © 2010 Walt Disney Pictures, Roth Films, Team Todd y Zanuck Company. Distribuida en España por Walt Disney Studios Motion Pictures Spain. Todos los derechos reservados.

“Ya llega la llave, en un minuto podré efectuar el pago”, declaró la cajera alejándome del ensimismamiento al que tanta reflexión me había transportado. “¿Y esto es siempre así?” le pregunté cuando me di cuenta de que los pocos que habían quedado en la cola,  mostraban un entusiasmo similar al de náufragos rescatados. Meditabunda, la joven contestó: “no, esto no suele pasar casi nunca”. En aquel momento, cuan Sabina en sus 19 días y 500 noches, me dio por reír. De todos modos, la que llamé para mis adentros la Llave de Mordor me había hecho recuperar la fe en el cine, esa fe que creía perdida en la gente y en mí misma, y que descubrí de manera casual en aquella cola interminable. Esa fe ciega que se tiene cuando se ve, incluso de manera vicaria, lo que es capaz de hacerse por amor al cine.

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