Todos tenemos un talento. Que sea o no provechoso, que tenga o no utilidad, es otra cuestión, algo que se aleja de nuestro propósito y que sin duda queda supeditado a la parcialidad y al arbitrio. Al menos el de los individuos como entidades aisladas. No es así, en cambio, el juicio que podemos elaborar respecto a los talentos inherentes a nuestra sociedad. Hogar de todos, en nuestra mano está el yugo del compromiso y su consecuente responsabilidad; si el nuestro es el talento de Mr. Ripley deberemos pechar con las consecuencias, por nefastas que éstas sean.

fahrenheit

Fotograma de Fahrenheit 451. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores

Lo oportuno de las estadísticas, si es que de su desapego y tibieza se puede destilar algo positivo, es su registro incontestable, las marcas profundas que dejan los actos ejecutados, como los tiros en un paredón o el reguero de sangre incontenible de una herida abierta. El cine nos lo ha enseñado con profunda viveza desde sus inicios, ya lo hemos comprobado. Lo amargo, lo turbador y hasta patético de las estadísticas, es cuando éstas arrojan datos terribles, realidades que en el cine sorprenderían por su violencia y por su brutal insensibilidad. Hace décadas, apenas un par, la audiencia se sintió aterrada por la historia que le tocó vivir a Julia Roberts en su sorprendente Durmiendo con su enemigo, un título que recuerdo con viveza al tiempo que rememoro el cartel de su anuncio colgando de las marquesinas de la que era mi ciudad. Si algo sorprendía de aquel póster, no era tanto la expresión de alerta que mostraba la intérprete, sino lo espeluznante de su título; por aquel entonces se antojaba improbable que alguien pudiera compartir lecho con quien sólo le profería animadversión. “El cine es cine”, pensaría el viandante sin  reparar en la realidad que subyace a toda producción cinematográfica. Quién podía creer que las trincheras hubieran de establecerse en el propio domicilio. Era ilógico, era inquietante… Pero era real.

Veinte años después, el Instituto Centro Reina Sofía de Valencia, hace públicos los resultados del III Informe Internacional sobre “Violencia contra la Mujer en las Relaciones de Pareja”, donde recoge los despropósitos sociales de setenta países. Ciertamente, es demoledor hacerse eco de un registro tan amargo. Sus autores, José Sanmartín, Isabel Iborra y Yolanda García, han concluido que la tasa de feminicidios es de 19,4 mujeres por cada millón de ciudadanas mayores de 15 años, siendo España  el quinto país donde más se incrementaron este tipo de crímenes durante el período analizado. Qué lástima destacar en materia tan sombría.

la sombra de una duda

Fotograma de La sombra de la duda. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores

Lo terrible, lo inaceptable, no es ya el número de muertes, sino la naturaleza de éstas. Tras años atemorizando a las espectadoras femeninas con callejones húmedos, sombríos, repletos de bocacalles y desagües humeantes, el cine noir se quita su sombrero ante los escenarios de asesinatos de la new age, habiendo de aceptar que siete de cada diez crímenes femeninos, se llevan a cabo en el propio hogar de las víctimas. Lejos queda el apacible cuadro de punto de cruz que rezaba Home sweet home en películas como Los sobornados, de Fritz Lang. La sociedad ha cambiado y el cine habrá de hacerlo con ella: «las mujeres en España parecen estar más seguras en la calle que en sus casas». Sencillamente desolador. La imagen de un familiar intimidando hasta el abismo a una mujer, me recuerda a una de las películas más olvidadas y ásperas de Alfred Hitchcock, La sombra de una duda, en la que se podía sentir la asfixia límite que llevaba a Teresa Wright a esconderse de su tío, Joseph Cotten, ante su apremiante y persistente ataque. Sólo visionando el filme uno puede sentir la angustia de quien se encuentra acorralado en su propio hogar, temiendo por su vida y cobrando conciencia del precio de un paso en falso. Nadie merece una vida así.

Sin embargo, la sociedad olvida con facilidad, ése es nuestro segundo y definitivo  talento. Embriagados por el propio egoísmo, escuchamos cifras como quien oye la lluvia golpear contra los cristales. Y ya sabemos que nuestros cristales lo aguantan todo.

Hace años, en 1966, uno de los mejores realizadores que el mundo ha conocido, el gran François Truffaut, tuvo el acierto de llevar a cabo la adaptación cinematográfica de la novela de Ray Bradbury, Fahrenheit 451, con un éxito rotundo de público y crítica. En ella se narraba cómo a un bombero, inmejorable Oscar Werner, le era encomendada la misión de destruir los libros, ya que éstos conllevan la reflexión, el pensamiento crítico y, con ellos, la irremediable acción. Aletargados y entumecidos, los individuos fueron perdiendo las obras de Balzac, de Proust, de Faulkner, y junto a ellas el raciocinio, la capacidad de reacción y las ansias por cambiar la realidad.

El bombero, asqueado por la perversidad de sus acciones, consulta la idoneidad de abandonar su actividad profesional con su mujer Mildred (una enajenada Julie Chistie), quien termina por denunciarle. Huido de su entorno, dará con el poblado de los hombres-libro, cuyos habitantes, conscientes del valor de la letra impresa, perderán su identidad por adoptar la de su texto predilecto. Cada individuo será una historia, y cada historia será un individuo. Nadie puede comparar un libro con una estadística, ni más faltaba. Con todo, el valor de cada cifra en un inventario cobra una dimensión diferente, paradójicamente humana. Los datos no son números, son personas; los resultados no son cuentas, son crímenes.

Sabemos que el papel prende a 451º Fahrenheit o 233º Celsius, lo que ustedes prefieran; pero la capacidad para borrar la historia de auténticas personas parece diluirse a cualquier temperatura. De norte a sur, de este a oeste, nadie recuerda los nombres de las víctimas. Será nuestra responsabilidad, como ciudadanos consecuentes, el no olvidar que las vidas son mucho más que decenas de datos dispuestos al azar. Sólo acordándonos de sus nombres, de sus historias, seremos conscientes de que de olvido, nadie debería morir. Ni siquiera en el cine.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *