En la radio se oye una canción censurada, “Grándola”, pero nadie sabe qué significa, porque nada ha empezado. Todavía no. Convendrán conmigo que las relaciones humanas son singulares, y más aún las que se entablan en las comunidades de vecinos. Acostumbrados a vivir agolpados, frente por frente, se torna confuso intuir cómo lo que nos es tan cercano, puede constituirse en un mundo paralelo, un universo con sus constelaciones propias, sus satélites y sus órbitas tan bien definidas, que inmiscuirse en territorio ajeno se presenta como un atentado contra la propia individualidad. Será que los humanos preferimos estar solos, quién sabe, sin poder contar con el compañero ni para bien, ni para mal. Cosas que suceden en este nacer y aislarse en que se ha convertido nuestro ciclo vital. En esta dinámica de clausura monacal, de retraimiento enfermizo si me apuran, sucede que extrapolamos nuestro encierro personal al escenario cartográfico, convirtiéndonos en compartimentos estanco del buque de las naciones. Pobreza, injusticia, caos y tortura están a la orden del día a escasos kilómetros de nuestras fronteras, sin que las voces de quienes solicitan ayuda puedan ser escuchadas en nuestras insonorizadas conciencias. Milagros de las puertas blindadas
Fotograma de Capitanes de abril. Derechos reservados a su distribuidores y productores
Sin buscar la tragedia allende nuestros portales, aquélla que clama por una perentoria y necesaria solidaridad, sorprende también cómo hemos conseguido obviar a nuestros propios vecinos de rellano, aquéllos con los que compartimos historia, transformaciones o alegrías, y quienes ni siquiera reclaman para sí atención ni ayuda. Y así es que Portugal, siamesa, vecina y amiga, quien en varias ocasiones formó parte de nosotros, como un matrimonio oscilante y finalmente disuelto, se nos antoja el colmo del exotismo, siendo tan ajenos de nuestros compañeros lusos, como de un antiguo amor del que no se ha vuelto a saber un ápice desde que se consumara el breve romance.
Lo más peregrino, entre otros muchos sucesos insólitos, es que parece que nadie ha reparado en la constante presencia lusa en nuestra vida cotidiana. Como quien recibe el correo diario de un vecino ausente, nuestra vida completa se encuentra transcrita en clave portuguesa, estando especialmente presente en los productos que diariamente consumimos. Así, las cajas de galletas se han convertido, por acción de una bipolar trascripción idiomática, en un “sortido de bolachas”; la composición ha pasado a llamarse “composição”; el modo de empleo es ahora “conselhos de conservação”; y el reiterativo “mantener en lugar fresco y seco”, ha mutado en un exótico: “manter ao abrigo da humidade e do pó”. Si ignorar esta presencia en nuestra vida consumista es advertida como un estrabismo incomprensible, el desconocer la cinematografía lusa resulta una bizquera imperdonable. Como una producción inexistente, ajena a nuestro día a día, no abundan analistas, críticos ni tan siquiera público, que se esfuerce por conocer el cinema de nuestro país más cercano, de una parte de nuestra propia península. Por ello, por este gran desconocimiento, y por celebrar su singularidad, pese a que exista quien todavía le reproche a Felipe IV su pérdida (inconcebible después de casi cuatro siglos), es por lo que le vamos a dedicar esta columna mensual, al cine portugués. Como en otros aspectos de nuestra historia, el cinematógrafo llegó a Portugal casi simultáneo a España, de la mano Edwin Rousby el 18 de junio de de 1896 (a su vecina Hispania llegó Alexander Promio el 13 de mayo, apenas un mes de diferencia). Simulando a los Lumière, un realizador portugués, Aurélio Paz dos Reis, se apresuró en presentar en público la Saída do Pessoal Operário da Fábrica Confiança, semejante a la presentada por los hermanos franceses en el Grand Café del Bolulevard des Capucines. Desde entonces, el cine portugués ha seguido un ritmo lento aunque sostenido, con hitos históricos nada desdeñables, como lo fue la creación del Centro Portugués de Cine en 1970, o el surgimiento de realizadores tan magníficos como Manoel Cândido Pinto de Oliveira, valedor, ni más ni menos, que del León de Oro del Festival de Venecia 1985; el Fipresci de Cannes 1990; el Premio Especial del Gran Jurado del Festival de Venecia 1991; el del Jurado de Cannes 1999, y la merecidísima Palma de oro del Festival de Cannes 2008.
Sin embargo, y dado que nos encontramos en uno de los meses más importantes para la historia portuguesa, resulta obligada la reseña de uno de los mejores filmes de su industria, Capitanes de abril (2000), coproducido por miembros de la Unión Europea (entre ellos España), y dirigido por la polivalente María de Medeiros. Y es polivalente porque la que clamara por un vientre sexy en Pulp Fiction (actriz que interpretaba el personaje de la pareja de Bruce Willis), no sólo es una gran intérprete, sino que además goza de uno de los currículums más nutridos e impresionantes del panorama internacional, con licenciatura en la Sorbona incluida. Con Capitanes de abril, Medeiros se estrenó en la dirección y la escritura cinematográfica, al tiempo que consiguió emocionar a la opinión pública con un filme candoroso, valiente, lúcido y extremadamente seductor, en el que nos retrata la sublevación de los jóvenes capitanes del Ejército portugués el 24 de abril de 1974, cuando decidieron poner punto y final a la dictadura más larga de Europa, de casi cincuenta años de duración.
Protagonizada por Stefano Accorsi, Joaqim de Almeida, Fele Martínez y la propia María de Medeiros, la historia nos narra cómo los capitanes Manuel y Maia, se arman de valor y conducen a los jóvenes oficiales lusos hacia la toma pacífica de los organismos públicos. Conocedores del poder mediático, tomarán una radio nacional, consiguiendo que su locutor emita una canción prohibida por la censura, “Grándola”, convertida en un nuevo himno de la alegría por la libertad. Mientras los capitanes van tomando posiciones para el golpe de estado, la población se encontrará recluida en sus casas, temiendo el peor de los desenlaces, e imaginando una represión tan contundente como atemorizante. Lo que nadie podía imaginar era que, ante su activo pacifismo, ningún militar afecto al régimen se atrevería a cargar contra ellos, llegando a encontrarse ante un pelotón capitaneado por un general iracundo, y consiguiendo, por obra y gracia de la razón, que todos aquéllos que les apuntaban con su metralleta, soltasen sus armas y cruzaran la línea de fuego para reunirse con sus compañeros. Sin duda una de las escenas más emocionantes de la historia de la cinematografía.
Fotograma de Capitanes de abril. Derechos reservados a su distribuidores y productores
En vista del éxito obtenido, y teniendo en cuenta que la revolución pacífica reclamaba un nuevo estado de cosas distinto al imperante, se llevó a cabo el traspaso de poder sin que una sola gota de sangre humana fuera derramada a causa de los capitanes, un loable provecho de la democracia portuguesa. Cuando la sociedad rompió la crisálida del miedo, durante la mañana del 25 de abril de 1974, los ciudadanos tomaron la calle del mercado de las flores, colocando en los embocaduras de las metralletas de los capitanes de abril un clavel como símbolo de paz, en señal inequívoca de que, a veces, las armas no tienen por qué vivir para matar.
Con un tono fresco, de evocación romántica, el impacto emocional de Capitanes de abril se debe no sólo al verismo de su trama, sino al aspecto de improvisación que entregan sus intérpretes, trasladando al espectador a los años setenta, al miedo de la tortura, y a la esperanza de un futuro mejor y más pío. Quizá una sola película no pueda justificar el amor a todo un cine, el portugués, pero es indudable que sí invita, y con creces, a acercarse a uno de esos vecinos que atesoran mucho más de lo que se puede intuir a primera vista.
En la radio se oye una canción censurada, “Grándola”, y por fortuna, todos saben su significado: la revolución de los claveles se ha impuesto, y al fin todo ha comenzado.
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