Marzo de 2013. Llueve a cántaros sobre Madrid. El diluvio universal cae sobre la Plaza de España, mientras bajo las cornisas se agolpan transeúntes que se niegan a calarse hasta el gorro, prenda de la que, por lo demás, pocos viandantes hacen uso. La lluvia no cesa y golpea con fuerza los cristales. Centenares de cabezas se vislumbran a través de los escaparates, cabezas que observan la lluvia como en un poema de Antonio Machado, recitando para sus adentros un Recuerdo infantil con su monotonía de lluvia tras los cristales. Sin embargo no es un fenómeno monótono sino esperanzador, por fin cae agua sobre la ciudad. Mientras el Quijote y Sancho Panza encaminan a sus rocines más allá de la Gran Vía, con los ojos en el cielo y los pies puestos sobre el asfalto los transeúntes nos dirigimos hacia el metro, resguardo de esta otra guerra que, sin toque de queda, coge con gusto e impremeditación a los caminantes.

cantando bajo la lluvia en todo es cine
Imagen de Cantando bajo la lluvia (1952), producida por Loew´s, Metro Goldwyn Mayer y RKO Pathe Studios Inc. Distribuida por MGM Home Entertainment. Todos los derechos reservados.

Parada tras parada, estación tras estación, línea tras línea, la ciudad subterránea se llena de ciudadanos empapados, “cuánta falta hacía el agua”, oigo a diestro y siniestro mientras arriba, en el mundo real, se desata la necesaria batalla. El caos natural que sigue a la lluvia en un país acostumbrado a la sequía se traduce en el suburbano en auténtica conmoción: pisadas, suelos empapados, gente que tropieza y gente que cae. “Ha aumentado la siniestralidad telefónica en nuestro país”, indica un informe televisado acerca de la frecuencia con que a los españoles se nos cae el móvil al suelo. No sólo los móviles acaban cayendo, media ciudad se arrastra por los pavimentos empapados.

A lo lejos, tal vez porque en los pasillos del metro todo está lejos, oigo una melodía singular e imborrable, “Nearer, my God, to Thee” que me traslada sin intención alguna a una primavera, la de aquel abril de 1997 en el que Kate Winslet y Leonardo DiCaprio decidieron ser los reyes del mundo. Aquel himno de 1856, interpretado por un violinista portentoso y fascinante, me transportó a una cubierta, la del Titánic, repleta de viajeros que pusieron esperanzas en una construcción indestructible que, avatares de Cameron y del destino, resultó ser tan fallida como todo cuanto hace el ser humano. Sin esperanzas y calados, de proa a popa los viajeros se iban resignando a aceptar lo que les había tocado. Como hoy en día. Sólo los onerosos se salvaron y créanme, ningún oneroso viaja en metro. Una cámara de seguridad observa silenciosa la interpretación del músico, está quieta, vigilante, creo que hasta orgullosa. También el gran tenor Juan Diego Flórez interpretóa capella en el suburbano neoyorkino a su llegada a la Gran Manzana. Poca gente se paró a escucharle. Poca gente le aplaudió. Como ellos, la cámara del metro enfoca a nuestro violinista con deleite, también ella disfruta de su arte sublime para arreciar la que, en sentido literal, está cayendo.

“Señores, ha sido un placer tocar con ustedes esta noche”, concluía la celebérrima  secuencia de Titánic que recordaba a los templados músicos del buque. También nosotros, como ellos, deberíamos poner cultura a la desolación y soluciones tónicas a las crisis tóxicas. Para eso está la cultura, para aliviar las necesidades elevadas de todos, incluso de quienes teniendo que ir por el suelo, miran hacia arriba para encontrar el cielo.

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