Insistir, insistir hasta la extenuación, insistir aunque se sepa que no se puede más. La historia de dos jóvenes cualquiera, que a pesar de todo no son como cualquier joven, no solo constituye una de las cintas más inesperadas del cine español contemporáneo, sino una reflexión sobre aquello que normalizamos como sociedad. Consumir, seducir, poseer, ya. Una vorágine en la que no se contemplan las consecuencias y en la que solo importa el aquí y el ahora.
Una noche, una fiesta, un juego de persuasión. Ella (Aura Garrido) atraviesa un cuarto mirando de soslayo a un chico (Javier Pereira), otro personaje sin nombre que está en la misma sala. En ese momento, la llama de la pasión surge en él, buscando a la coprotagonista entre la multitud. Ella no está sola, sus amigas la rodean; él tampoco está solo, su amigo le acompaña mientras confiesa que teme que su novia le sea infiel en Estocolmo. Él sigue mirándola, se acerca más y más. Cuando por fin ella abandone la fiesta, él la seguirá por las calles “me he enamorado de ti”, exhortará ante su reacción incrédula “cómo va a ser posible, si no me conoces”. Pero el amor, el suyo, es así, y cuanto más rechazo consigue, mayor es el empeño que despliega en engatusarla “estoy enamorado, qué hacemos”. Pero ella no sabrá qué hacer, le pide que se vaya, le dice que no persista, aunque él no ceja en su empeño. Al contrario, su negativa le sirve de acicate para insistir más.
En esta estrategia de poder, disfrazado de juego de seducción, ella irá cayendo poco a poco en la fatuidad de un amor apresurado, que clama por una rápida consumación. Toda una noche atravesando las calles de Madrid sirven para recalar en un portal, a escasos metros del piso donde va a suceder todo. Porque sí, la persuasión se consuma, y sí, la intimidad llega; la ‘Urraca ladrona’ de Rossini termina de acorralar a la presa que, en cierto momento, ni puede ni sabe salir de las garras de tanto embeleso y tanta pasión.
Pero el amor se acaba, ya lo advertía ella. Con la luz el artificio se disuelve y, todo cuanto agradaba de noche, comienza a fatigar de día. Los planos cortos, rápidos y cerrados, se abren ahora a planos largos, incómodos y fríos. Desaparece la banda sonora y, con ella, los oropeles del amor. Un largo enamoramiento que conduce a la formalidad y a una escasa taza de café. De nuevo regresa la prisa, pero no por intimar sino por extrañarse. Los esfuerzos por atraer se invierten ahora en alejar; la puerta que tan bien se abrió anoche, ahora debe cerrarse. Él sabía las reglas del juego pero, en ningún caso, y esta es la clave, conocía a los jugadores. Y arriesgarse a apostar con desconocidos siempre entraña riesgos.
Película fundamental en la carrera de Rodrigo Sorogoyen, aunque no es su opera prima, con ella cosechó innumerables premios y tres nominaciones a los Goya, incluidos los de Dirección Novel, Actriz protagonista y Actor revelación, que finalmente sería para Javier Pereira. El tándem que Sorogoyen forma con Isabel Peña, coguionista de la cinta, no solo le acarrearía un triunfo temprano, sino también una carrera consolidada a lo largo de los años, derivando en la multipremiada Que Dios nos perdone (2017) y El Reino, que se estrenará a lo largo de 2018.
Centrada en personalidades complejas, en los recodos de una psique que no siempre se comprende como debería, Sorogoyen y Peña dibujan en Stockholm una película que exuda verdad en muchos sentidos (puesta en escena, interpretación, ambientación), y que lo hace adentrando al espectador en un mundo que no le es ajeno. El juego que relata es mundano, uno en el que, como diría Eric Berne, todos participamos; sin embargo, lo ordinario de la trama no puede dejar lugar a la duda acerca de su moralidad de engatusar sin pensar en las consecuencias y, sobre todo, en aquel del que nos valemos para obtener nuestros fines.
Quizá el planteamiento pueda recordar a un remozado Antes del amanecer, pero cuidado, no se parecen más allá de la mera formalidad; la historia de Sorogoyen y Peña entronca antes con un thriller que con la comedia e incluso el drama romántico; el factor psicosociológico, que en ocasiones roza el terreno de la patología, nos acerca antes a David Slade de Hard Candy que a Richard Linklater. Si bien se echa en falta cierto grado de acción por parte del personaje de Aura Garrido (cuya pasividad y reacciones parecen asociarse en todos los casos a un estado de alteración emocional), también es cierto que su unión con Javier Pereira forma un sólido conjunto interpretativo, que tan pronto conduce a la sonrisa como a la más incómoda de las asperezas.
Una película, en definitiva, sutil y diferente, que se adentra en un cine español desconocido y, en ocasiones, totalmente inesperado.
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