Nada mejor que una road-movie podría definir con mayor precisión lo que ha sido mi vida hasta el momento. Las carreteras, convertidas en auténticos hogares, me han dado siempre una confianza y serenidad que difícilmente podía conseguir de otras topografías, delineando a través de sus medianas y sus arcenes, el perfil idílico de una vida en movimiento, en constante transformación.
He tenido la suerte de vivir en muy diversos y excitantes lugares, siempre me he enorgullecido de ello. Todos deberíamos, en mayor o menor medida, nutrirnos de esa variedad de experiencias y caracteres que sólo el camino muestra, a veces de forma velada, otras de manera explícita y rotunda. Háganme ustedes caso, dejen en sus casas los prejuicios y el equipaje: salgan y viajen, se darán cuenta de la riqueza que ofrece la vida.
Decía que la mía ha sido una road-movie, y no porque haya tenido pretensiones de emular a Thelma & Louis, en modo alguno; ni tampoco porque Bonnie and Clyde sean el mejor ejemplo a seguir; y menos aún, matizo, Un mundo perfecto. La mía ha sido más parecida a un anuncio, a un cortometraje comprimido: planos rápidos, emocionales, sensitivos; ha sido edición, puesta en escena y sonido, mucho sonido. Y fíjense que no hablo de ruido, deducible del estruendo que, por lo general, emitían los automóviles de mi infancia (los actuales son más cinematográficos, más silenciosos, más de ciencia ficción). El continuo vaivén del firme, la nocturnidad de las estrellas y las pequeñas luces que iluminaban, una tras una, las pequeñas poblaciones que aderezan con su encanto las carreteras secundarias, me hacían vivir, de modo constante, en un mundo navideño. Quizá fuera, vayan ustedes a saber, porque el mayor viaje anual que realizaba era en Navidad, para unir en lo posible aquello que doce meses se habían esforzado en disociar: la familia, se entiende.
Y es curioso que, sea precisamente ese grupo de congéneres y allegados, tan fluctuante e incierto durante todo el año, el que cobrara en Navidades una dimensión especial, mezcla de conmiseración, candor y humanidad, que tanto se añora cuando se vive en la lejanía. Permítanme la licencia pero, si pudiera elegir un símil análogo a la Navidad, no tendría más remedio que elegir el cine como mejor metáfora de esta etapa festiva.
Fíjense en las semejanzas. Comienza con la expectación infantil de vivir una experiencia fascinante, mágica, inagotable en la plenitud de la fantasía que se perpetúa. Nada es fáctico, todo es inaprensible. Esa deslizadiza ensoñación, cobra vida en la penumbra, en la oscuridad onírica de todas las quimeras, donde se da cabida a un juego de luces, sonidos y melodías que poco tienen de reales y que, en su invención, engatusan con mayor fervor que cualquier verdad categórica. Conforme avanza, la ensoñación va dejando el poso amargo del consumo, al tiempo que el entusiasmo aumenta por la cercanía del gran clímax, el final catártico, la recompensa, el deseo colmado, lo que has estado anhelando durante el tiempo en que el sueño ha durado. El regalo. Y así, con un rayo de luz que desvanece el sueño y con él la entelequia, volvemos a ponernos en pie y a enfrentarnos a la realidad de nuestras vidas. Los colores, el celuloide, las guirnaldas, las estrellas, las pequeñas luces de un pueblecito a la vera de una carretera, todo se desvanece cuando la realidad, la mal llamada realidad, hace de nuevo su aparición.
Que el sueño, nuestros sueños, se perpetúen mucho después de que las luces se enciendan, y podamos decir durante todo el año, que la vida es sueño, que el sueño es cine, que el cine es vida y que la vida sabe mucho mejor cuando es Navidad.
Felices Fiestas.
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