Cómo son de sencillos los avatares en el cine. El verano, sin ir más lejos: viajes a Acapulco, a Río de Janeiro, cruceros por el Mediterráneo, o incluso amores estivales, de ésos que mutan en desamores otoñales con la caída de la hoja de los afectos. Un sinfín de historias pasajeras, agradables, luminosas y agitadas como un spot publicitario, una canción pegadiza o una comida frugal. El verano en el cine no atiende a razones, ni a cambios climáticos, ni a las impertérritas quemaduras solares de los hombros desprotegidos; no importa que la brisa sea incómoda o la arena huidiza entre los millares de recovecos de nuestro equipaje. El verano a veinticuatro fotogramas por segundo se vive intensamente.
Crecí soñando con un verano de cine, ya lo he confesado en más de una ocasión. Soñaba con los hoteles que recibían a sus huéspedes con collares de flores, con cestas de fruta y una wide-white-smile como consigna. Blame it on Río, uno de los títulos olvidables de Stanley Donen -que nada tenía que ver con su afamada Singin´in the rain-, ilustró a ritmo de samba y bosanova que unas vacaciones paradisíacas eran posibles, sin percances pavorosos al estilo Tiburón, ni aglomeraciones familiares y prototípicas de La gran familia.
Fotograma de Lío en Río. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
Sin corrupción de menores mediante –blame it on Donen-, sino más bien de mayores, aparece en la mente colectiva de toda una generación Dirty Dancing, donde un bautismo de fuego para entrar en la edad adulta implicaba despojarse de los condicionamientos y entregarse al baile sensual e irreprimido, capaz de hacer tambalear los cimientos de maduros con mirada lasciva y recelosa. Por mucho que insistieron, Baby nunca volvió a la cuna a donde la enviaban, conquistando para la posterioridad un hombre, Patrick Swayze, y una canción, The time of my life, inherentes a partir de entonces al pulso de su danza.
Qué sencillo es todo en el cine, insisto. Tanto, que en ocasiones uno quisiera que la vida se amoldara a las leyes de la industria y no de la humanidad, que por mucho que brama por ser inmortal no logra, ni se aproxima, a que la existencia de sus componentes sea eterna. De eso el cine sabe mucho, no se crean. Ningún personaje vive eternamente y, si lo hace, siempre se le atribuye una terrible soledad y amargura.
Pero aún así, aún sabiendo que los protagonistas morirán irremediablemente, siempre queda en última instancia un artilugio tan envidiable como recurrente llamado rewind, el magnífico rebobinado que nos acerca una y otra vez al instante de felicidad, al beso profundo, a la mirada reveladora, al amor sincero. No existen rebobinados en la vida real y eso, casi con exclusividad, es lo que hace al cine muy superior a la vida.
A colación de este tremendo desvelamiento, viene la noticia de que un montañista español, Óscar Pérez, yace en la montaña pakistaní Latok II sin posibilidad de rescate, esperando un destino incierto en el que todos, queriendo o no, participamos como testigos impávidos. Algo escandaloso, terrible, humillante como miembro de una sociedad que se despierta con una noticia semejante durante diez días seguidos, y no pone el grito en el cielo de indignación. Quien recuerde Ace in the hole, uno de los filmes más ásperos y terribles de Billy Wilder, rememorará cómo la población de Alburquerque vivía minuto a minuto la infortunada lucha de un hombre atrapado en un yacimiento, cuyo desenlace no se acercaba ni lo más mínimo a un final feliz. Kirk Douglas, un aprovechado gacetillero, hacía su agosto vendiendo las intimidades del aciago personaje, alargando su sombría mano sobre todo aquello que le reportaría un buen fajo de sucios dólares. Testigo de una injusticia semejante me hacen sentir los actuales sucesos.
En el momento en que escribo estas líneas, se desconoce si el montañista se encuentra o no con vida, a pesar de que las labores de rescate ya han sido interrumpidas sin remisión. Pensar en él, en nuestro compatriota perdido en los confines de un mundo con demasiadas aristas para nuestro débil bastidor, me hace sentir no sólo en sintonía con la gente que a buen seguro está sufriendo por él, sino con su propia persona. Y no puedo evitar preguntarme en qué estará pensando, qué estará sintiendo y cómo se encontrará. Me vienen a la cabeza las palabras que Kristin Scott Thomas relataba para sus adentros durante El paciente inglés cuando, herida de gravedad, era abandonada en una cueva mientras Ralph Fiennes buscaba auxilio. “Sé que vendrás por mí”, repetía Scott Thomas, como un mantra interminable, “sé que vendrás”.
Es increíble que, relatando estas frases, exista un ser humano en algún lugar del mundo que esté padeciendo un sufrimiento semejante y no haya clemencia para con él. Es aborrecible que no se pueda hacer nada. También lo es que asistamos a su paulatino apagamiento sin que siquiera una válvula acelere nuestro corazón y que, al contrario que en el cine, no haya ningún botón de rebobinar para una decisión errada. Quién pudiera pedir que alguien rebobinara nuestra cinta otra vez.
Qué castigo que, en la vida, no seamos los que elijan dónde poner nuestro final feliz.
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