Título original: The hateful eight.
Dirección y guion: Quentin Tarantino.
País: Estados Unidos.
Año: 2015.
Género: Western.
Reparto: Samuel L. Jackson, Kurt Russell, Jennifer Jason Leigh, Walton Goggins, Demian Bichir, Tim Roth, Michael Madsen, Bruce Dern.
Estreno en España: 15 Enero de 2016.
Un viaje paródico en diligencia sugiere a Tarantino un deleite, una vez más, de un relato excesivamente violento a favor del manierismo sobre sí mismo. El paisaje nevado inspirado en la partitura eficiente de Ennio Morricone –principalmente en el arranque de la cinta que recuerda a aquel Tren de las 3.10 con destino a Yuma– se distorsiona en una composición narrativa de efectos sociales y psicológicos bien edulcorados por una carta de un Presidente mitificado, filtros y alardes de movimientos de cámara y planos picados de impactante formalismo, a la manera de Wyler en aquellos años dorados donde el digital era una ciencia ficción. La subjetividad de la tragedia imaginada de esos ocho hombres “tarantinianos” desaparece en favor de la objetividad de la violencia sin paliativos, a la fisicidad de las deslumbrantes y desgarradoras venganzas puestas en escena con un guión desmesurado en su verborrea, que no siempre en su profundidad. Quizás un aspecto enormemente interesante es la cámara que todo lo ve desde el interior de la diligencia, como si de una ruptura con la psicología del romanticismo se tratara. La caracterización de la socialización del hombre a través de argumentos recurrentes como la denuncia racial, la falta de equidad de la justicia, el utilitarismo y la brutalidad que imprime al ser humano la locura, es una pauta que el autor nos deshace con planos detalle aparentemente surrealistas de los animales en plena carrera y la intrusión de canciones que nos extraen del meollo de la película y que completan las casi tres horas de metraje.
Es por ello que la recepción de la cinta –de título sugerente- me resulta típicamente tarantiniana y su aceptación, como un capítulo más de la gran serie cinematográfica del director, es la gran parodia de los males que asolan al mundo: la guerra, la ambición y quisiera encontrar la redención del guión en la entrega de un hermano que por amor a su hermana cede su propia vida pero, lejos de este asunto, creo que más bien el director ha traspuesto la cinta a un recuerdo de Abierto hasta el amanecer. Existencialmente diera la impresión que retrata la soledad de estar en ninguna parte como consecuencia de una artística ventisca, y es que los efectos y adversidades naturales siempre se equilibran con las pasiones del hombre. Quizás este punto sea el más logrado en la cinta –si desde un análisis de equilibrio fílmico la tratamos-. El magnífico casting recupera a Jason Leight y a Tim Roth y advierte el magisterio del actoral personaje de L. Jackson para quien parece que están diseñadas en exclusividad las casi tres horas de duración. Una pena no haber trabajado más el personaje femenino, el cual, teñido en rojo y siempre amoratada, hubiera podido indagar algunos perfiles psicológicos si no hubiera sido por la identificación de la caracterización con el muy cercano cine gore de la actualidad fílmica de este característico director. El recuerdo a Reservoir Dogs, de puro evidente resulta ya manido y la secuela de su Django –repetitiva pero más simplificada conceptualmente en esta ocasión- convierte a la octava película del autor en una muestra de su obsesión por una puesta en escena más elaborada depurando sus fantasías del cine clásico formalista que, a mi modo de ver, se aleja de ser una obra maestra para ceder el uso de la inteligencia a la descripción de la violencia en detrimento de esa inicial elegancia formal que nos muestran los primeros minutos de la película.
Recientemente, Fassbender y Cotillard, nos han ofrecido unas interpretaciones que por su carácter intemporal serán eternas dentro de muchos años en ese Macbeth de Kurtel y recordándome los efectos de la brutalidad del hombre se me antoja más poética que el universo tarantiniano. Al olvidarnos de la Academia, podemos aceptar esta película como un exclusivo celuloide al servicio de los fans que necesitan este universo convulso para existir en la butaca de la sala cinematográfica. Imprescindible para ellos porque hará sus delicias y los más enardecidos del director de Wisconsin descubrirán a través de textos sobre la pasión –“la falta de pasión es la esencia de la justicia”- y filosofías existenciales –“el hombre que escribe la historia de su vida”- pero que me hacen preguntarme al contemplar sus imágenes sobre la eficiente relación entre texto y la misma. Diera la impresión que la sombra de un dramaturgo se desliza a través del guión en un escenario claustrofóbico y en una especie de juego de rol que me recuerda a la indagación de Leo Mankiewicz en Sleuth (1972). Y es que, a diferencia de Kurzel, Tarantino diseña la violencia por sí misma y no como consecuencia de una existencia adversa como creo que hiciera Peckinpack en The Wild Bunch (Grupo Salvaje, 1969).
Los personajes de Tarantino son extraídos del “imago mundis” del autor y reconvertidos en un remake de los westerns más notables de la historia del cine, del pensamiento de los amantes del género trasladado al universo posmoderno, con una aceptación de la violencia en su más pura esencia: la maldad. La cinta es la parodia más profunda sobre el deseo de la paz, hermosa en la partitura de Morricone, deshilachada en unos flashbacks que no se corresponden a su función principal, es decir la de construir la totalidad fílmica desde la singularidad, donde el presente es pretérito y el pasado es presente. Mentalmente, la luz no es necesaria porque no existe idealización ni subjetividad, pero diseñada con un aspecto onírico la cámara nos ofrece unos magníficos encuadres con una estudiada composición de planos que se nos hubieran antojado integrados en un metraje de dos horas, simplificado y con mayor equilibrio y menos efecto visual. Una vez más estamos ante unos maravillosos cortometrajes unidos en un montaje externo a la intención emocional del filme, a los cuales el director ya nos tiene acostumbrados.
La película anhela una intención argumental pero sólo nos involucra en una iconografía característica del autor y en este sentido se convierte en una pieza de culto, resumen de toda su filmografía, para sus seguidores y menos amantes de un cine poético, estético y formal en su más pura esencia, al que pudieran clasificar de trasnochado y carente de interés. Imprescindible para los amantes del cine de Quentin.
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