Desde Sopa de ganso (1933, Leo McCarey) o Los hombres que miraban fijamente a las cabras (2009, Grant Heslov), ningún título de una película había conseguido llamar tan poderosísimamente la atención. Lo bueno, lo reconfortante, es que el documental de Gustavo Salmerón, Muchos hijos, un mono y un castillo, no se queda en una mera formalidad, destacando no solo por un nombre prodigioso, sino por una narración hilarante y redonda como pocas cintas han conseguido. Y es que, si bien es cierto que la idea de cine documental no parece entroncar con el concepto de comedia al estilo clásico, también lo es que el fino sentido del sarcasmo surgido al albor de la postverdad está trayendo interesantes propuestas de ‘comedia documental’, con autores como el propio Salmerón o cineastas paradigmáticos como la letona Laila Pakalniņa (On rubik’s road, 2010; Snow Crazy, 2012).
Lo que Gustavo Salmerón nos propone es un viaje a lo más insondable de los entresijos familiares, una lectura personal y formidable de cómo la crisis económica puede dar al traste con las aspiraciones de todo el linaje Salmerón, ejemplificado por la pérdida del castillo en el que habían depositado todos sus sueños. En este contexto de drama personal, tan solo aparente, emerge la figura de Julita Salmerón, una matriarca nada al uso que se dirime entre el síndrome de Diógenes y un estrellato más que merecido. Julita es la protagonista absoluta de este fresco familiar, en el que el hitchcockiano Macguffin cobra forma de unas vértebras de la bisabuela del director que deben ser encontradas. Con el objetivo de buscarlas sin descanso, el desalojo del castillo será la mejor oportunidad para revisar todo cuanto han ido atesorando a lo largo de las décadas, encontrando por el camino recuerdos, imágenes, objetos e incluso los dientes de toda la prole.
Primer largometraje de Gustavo Salmerón, tras despuntar en el mundo del corto con Desaliñada (Premio Goya 2002), en él encontramos más que una buena técnica, una puesta en escena notable o un modelo narrativo sin fisuras. Muchos hijos, un mono y un castillo es, ante todo, una persona (que no un personaje), Julita Salmerón, y el testamento vital de sus filias y sus pasiones; de sus traumas y sus recuerdos.
El acierto, o uno de muchos, es que toda esa tragedia con trasfondo amargo, en la que no faltan referencias a la guerra civil, a los desahucios y a la crisis, se tiñe del optimismo de Julita, una mujer dispuesta a armar el Belén (en todos los sentidos) en pleno julio, a reproducir incansablemente villancicos en su veterano walkman, o a buscar unas vértebras de su abuela a lo largo y ancho de toda su vivienda. Y lo hace sin florituras ni grandezas, a veces envuelta en exaltación y otras en cierta tristeza, una tristeza de la que enseguida se recobra sin necesidad de antídotos con prescripción médica. El peso, la necesidad de ser amada, el desapego paulatino de su pareja, el amor por los animales, su tendencia a la acumulación y su aprecio por el arte perfilan a una Julita experimentada y madura, pero que conserva intacto el contento infantil.
Con su merecido Goya a la Mejor película documental del año, Muchos hijos, un mono y un castillo es mucho más que un viaje al pasado y al presente de una gran familia, es el retrato de una mujer a la que es difícil no querer, de tan humana y tan divina.
2 comentarios
David Couso 28 febrero, 2018 at 2:47 pm
Y sin olvidar el concepto que trasciende desde la sombra en esta maravillosa película como la retrospectiva de la existencia de la familia, el quiénes èramos y en el en qué nos hemos convertido. Una película que retrata con gran elocuencia la identidad de lo que somos, de una familia y de una mujer que sólo Julita es capaz de encarnar. Maravilla más propia del cine posmoderno que del documental contemporáneo .Felicidades Lucía!
La Firma 1 marzo, 2018 at 12:06 am
Qué acertadísimo comentario, David, sin duda es más propio del cine posmoderno que del género documental ¡qué gran verdad! Un fuerte abrazo