Samuráis, videojuegos y Takeshi Kitano. Bajo estos baluartes se acomoda la percepción occidental de la cultura japonesa, una identidad otorgada por la impericia y labrada por años de distanciamiento. Japón es código samurai, por supuesto; es alta tecnología enfocada al ocio y también es cine violento . Pero Japón es más, mucho más. Periodistas y realizadores como Jacques Rivette y otros grandes cineastas del mundo miraron en una ocasión hacia “La tierra del sol naciente”, para empaparse del buen hacer de Akira Kurosawa, de Yasujirō Ozu o de Kenji Mizoguchi. Ellos aprendieron a expresar su lirismo a través del cine como nadie antes lo había hecho. El séptimo arte japonés es poesía, es épica, es dolor y es silencio. Todo es pausado. Mientras la muerte silba un blues, el sonido destemplado de las tablillas de madera resuena entre los cuencos de arroz y el sake. Las esterillas en el suelo, las rodillas bien hincadas, los paipais agitándose, la sangre hirviendo, todo ello es el fresco asiático que el cine nos ha mostrado y que ahora evocaremos, con ayuda de tres filmes distintos e incomparables, que abarcan desde obras maestras como Rashômon y Cuentos de Tokio, a fábulas intemperantes de la era post-solitaria como lo es Air Doll.
No es tu verdad, es la nuestra
Rashômon (1950), no es una película, es un mito. Si las deidades se encarnasen en celuloide, sin dudarlo Kurosawa habría sido la mano ejecutora de tal simbolización. La estructura de la pieza teatral de Ryunosuke Akutagawa ha dado lugar a múltiples emulaciones cinematográficas, a teorías sociológicas, a reinterpretaciones psicológicas. Rashômon ya no es una producción japonesa, es patrimonio de la humanidad. Reducirla al Oscar o el León de Oro veneciano que obtuvo es limitar su magnanimidad a un mero reconocimiento, apenas una esquirla de su verdadera dimensión. Con ella viajamos al Japón de hace diez siglos, a una terrible violación y un dramático asesinato que será narrado, sucesivamente, por sus cuatro protagonistas, uno de los cuales será, impensadamente para la época, la víctima fallecida. El honor, la subjetividad, las bajas pasiones, la reinterpretación de los acontecimientos y la verdad, serán desveladas con las distintas versiones que Kurosawa deslinda para nosotros, hasta llegar a la consecución de la realidad. “Guerras, tifones, terremotos, incendios, enfermedades… Cada año, tenemos desgracias”, se lamentarán los mesiánicos personajes de este drama inconcluso, en el que nunca se adquiere la certeza absoluta: “quédate con la versión que sea más creíble –nos propondrán- y no pienses más en ello”.
Fotograma de Rashômon –Copyright © 1950 Daiei Tokyo Studios, todos los derechos reservados
La fotografía impecable de Kazuo Miyagawa, su planificación artística –esa puerta colosal y dementemente buscada por Kurosawa-, su rítmica banda sonora de afilada acústica, o la magnífica actuación del siempre extraordinario –y atractivo- Toshirô Mifune, hacen de esta película no sólo un referente, sino una autoridad. “Gracias a ti creo que puedo seguir creyendo en los hombres”, se dice al final del metraje cuando Takashi Shimura lleva a un niño en sus brazos. Pues gracias a Rashômon, el espectador puede seguir creyendo en el cine.
Es nuestra verdad, pero ojalá no lo fuera
Aprender a amar a Yasujirō Ozu es de una organicidad tal que, no hacerlo, se me antoja una sandez. Pocos directores, muy pocos, son capaces de conmover con una viveza tan enérgica como Ozu, corto apelativo para una dimensión artística tan elevada. Su vida también fue breve, sesenta años, de los cuales agradecemos haberse dedicado a la cinematografía cerca de cuarenta. Conocía bien el alma humana, demasiado; retrataba con exquisita puntería los sueños, la melancolía, el murmullo de los vecindarios, el dolor de las mujeres, la historia de su país. Excede en mucho su aptitud al espacio reducido que dedicamos a su figura, pero en éste no podemos por menos que mencionar su aclamada Cuentos de Tokio (1950), tan amable, tan sosegada, tan despiadada.
Fotograma de Cuentos de Tokio – Copyright © 1953 Shôchiku Eiga, todos los derechos reservados
Toda ella irradia crueldad y, no obstante, transmite una paz indescriptible. De la puerta de Rashômon nos trasladamos a Onomichi, población marinera donde vive un matrimonio en la sesentena, un hombre y una mujer calmados, con ritmo decelerado, sofocado y parsimonioso. Viven con su hija menor, una joven que les atiende con mimo, y que les esperará a su regreso de Tokio, a donde se disponen a viajar para ver cómo se han asentado en la gran ciudad, sus hijos mayores. A casa de Koichi, varón de mayor edad, acudirán primero, esperando encontrar un doctor consagrado y triunfante, en lugar de un médico de familia vulgar, con una vivienda vulgar y unos hijos vulgares (y maleducados) para más inri. La sensación de desapacibilidad les hará trasladarse a casa de Shige, su hija mayor, a quien sienten más lejos que nunca con su frialdad, su ambición y su oportunismo. “Una hija casada es casi una desconocida”, se dirán cuando, con sus hatillos y en la calle, deban buscar un lugar donde cobijarse. A casa de su nuera Noriko (bellísima Setsuko Hava), habrá de irse la madre cuando el padre decida deambular hasta encontrar a un amigo en la ciudad que le permita dormir una noche en su casa. En casa de Noriko, la mujer descubrirá a la que de haber sobrevivido su hijo, sería la mejor de las hijas: atenta, dulce, entregada, espléndida. Ambas mujeres se compenetrarán de modo tal que, ante la partida de su suegra, Noriko sentirá un gran desconsuelo. “Perder a los hijos debe ser terrible –se llega a afirmar en el filme-, pero vivir con ellos no es fácil, casi nunca sabes si haces bien, si haces mal; es un dilema complicado”. En efecto para el matrimonio Hirayama lo será, máxime al regresar de nuevo a Onomichi, donde al poco tiempo fallecerá la madre. El hijo se irá pronto; su hija rapiñará sus preciadas prendas; su hijo de Oaxaca ni siquiera llegará a ver a su madre; la única que acompañará, llorará y atenderá a la familia será Noriko, una mujer que entrega su vida, para que el resto viva la suya.
Si esto es verdad, empecemos de nuevo
Familias, mujeres perdidas, hombres deshonrados. El honor, la sangre, la venganza, el linaje. Ese código implícito, esas normas colectivistas, se diluyen en la era de la postmodernidad, del nihilismo, de la desidia global. “El mundo está lleno de historias horribles”, se citaba en Rashômon, y asimismo sombría es la locución “En Tokio hay demasiada gente, no es fácil triunfar”, pronunciada en Cuentos de Tokio. Pues bien, la fatídica combinación resultante de ambas es Air Doll, cinta rodada en 2009 por Hirokazu Kore-Eda, participante en la sección oficial de Cannes, que narra ni más ni menos que la alienación emocional de unos ciudadanos enajenados en la hipermasificada sociedad tokiota, y de sus treinta millones de almas insatisfechas. Una de estas almas es Junichi (Arata), hombre desesperado que llenará su vacío existencial con una muñeca hinchable (Bae Doona), una bella joven de aspecto angelical a quien acicalará, hablará, dará de comer y poseerá noche y día, relatándole todo cuanto acontece a su alrededor.
Imagen de Air Doll -Copyright © 2009 TV Man Union, Engine Film, Bandai Visual, Eisei Gejiko y Asmik Ace Entertainment. Distribuida en España por Golem. Todos los derechos reservados.
Como toda fábula, la muñeca se transformará en una joven de carne y hueso, hecho que pasará desapercibido para su dueño. En cuanto Junichi vaya a trabajar, la joven se pondrá en marcha disfrutando de todos los placeres sensoriales que le sea posible, la brisa, la música, el cine, el amor. En un videoclub, rodeada de películas y pósters, descubrirá lo que es enamorarse sin tener que simular indolencia, apatía o fingimiento. Ella quiere estar viva, quiere tener corazón; ser considerada un mero objeto para el más primitivo de los desahogos le hace sentirse vacía por dentro. “Hoy en día todo el mundo está vacío, sobre todo los que viven en ciudades como ésta”, le confesará un anciano filósofo de mirada infinita.
Curioso que Japón, uno de los países más abarrotados del mundo, hable tanto y tan a menudo de lo difícil que es la soledad. Quizá sea cierto que todos estemos vacíos; tal vez el ritmo frenético, la aglomeración, la nada, se apoderen de nosotros sin conocer, como ella comprende finalmente, que el mundo es la suma de esos vacíos, y que sólo estando juntos, podemos completar el vacío de todos los demás.
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