Película: Macbeth.
Dirección: Justin Kurzel.
País: Reino Unido.
Año: 2015.
Duración: 113 min.
Género: Drama.
Reparto: Marion Cotillard, Michael Fassbender, Jack Reynor, Paddy Considine, David Thewlis, Sean Harris, Elizabeth Debicki.
Estreno en España: 25 Diciembre 2015.
Una crónica de Escocia inspira al director australiano Justin Kurzel a trazar un relato físico -la auténtica brutalidad del hombre- alterado por el propio paisaje difuminado en una sinfonía de efectos visuales, filtros y alardes de movimientos de cámara y planos picados de impactante formalismo. La cuestión es que la subjetividad de la tragedia de Shakespeare cede su lugar a la fisicidad de las deslumbrantes puestas en escena de las batallas de la cinta, y a la caracterización de la “masculinidad” como el reflejo de la brutalidad que imprime al ser humano la locura y el dolor. Es por ello que la recepción de la cinta -con el título de Macbeth– me resulta un tanto extraña y su adaptación se me antoja con una levedad vulgarizada a favor de un magnífico dúo actoral, Fassbender y Cotillard, recordándome al Ridley Scott de Gladiator (2000) y a los efectos de la misma en la labor de sus técnicos, John Nelson y Tim Burke.
Es, al olvidarnos de la sombra del dramaturgo inglés, cuando comenzamos a disfrutar la película deslumbrante del australiano. Y es que, Kurzel sabe extraer la violencia al estrujar la existencia como si sacara la savia al romper una hoja –ya lo hizo en Snowtown en el año 2005 y lo hará en la próxima Assassins Creed (2016)- al servicio de un Fassbender que pareciera interpretarse a sí mismo y que difícilmente podrá mejorarse: espléndido. Es el personaje extraído del “imago mundis” de la antigüedad, voraz, aguerrido y demente, traslado del universo posmoderno de series como Juego de Tronos de la prestigiosa HBO, con una aceptación de la violencia en su más pura esencia: la maldad.
La cinta es violenta, física y mentalmente, pero diseñada con un aspecto onírico por su iluminación expresionista –magníficos encuadres con una estudiada luz de interiores- con una Marion Cotillard integrada en la sensible interpretación de la magia que otorga la brujería ligada a la guerra, a los combatientes, a los templos y castillos recortados sobre el infinito pictórico, evocando un romanticismo digno de algunos cuadros del alemán Friedrich –árboles pelados y luces cenitales- y ese primer plano de la actriz elevando los ojos sobre el desplegado manto en negro como si de la iconografía medieval se tratara. Y la locura se vuelve imagen y el espectador la puede palpar en el excelente trabajo del director, efectos de sonido y una fotografía ensamblada argumentalmente, donde cada chasquido de una espada es un verso escrito en la mirada atenta y sorprendida del espectador, y un filtro lumínico se convierte en el alma de la película. Dudamos si en estos momentos está el pensamiento de Shakespeare presente pero… Nos da igual. Es tan apabullante la puesta en escena, que los que amamos el cine de raíces históricas y en algún sentido tintado de gótico, celebramos el trabajo del australiano por el mero disfrute cinematográfico que nos brinda.
Uno de los aspectos cargados de clasicismo es la integración del paisaje, montañas, llanuras y encuentros en los caminos en esos planos largos, algunos de ellos con una profundidad de campo que recuerda las inmersiones artesanales en la fotografía de los años cuarenta –el inmejorable Greg Toland de Wyler o el mismo Welles en su Ciudadano Kane– esa vista del castillo y las huestes llegando en dibujo de arco a la playa, un momento fotográfico que contrapesa el gélido escenario de Lady Macbeth con la luz en la cruz y la puerta entre abierta decorando al estilo de un cuadro tenebrista, cargado de subjetividad, porque de negro hay mucho en la cinta, tanto formalmente como en el fondo. La imagen de los personajes impresos en el interludio de la escena, sus transparencias, son un alarde del director de fotografía, pensado y sentido, que trasciende a la propia obra del autor teatral y que por ello la aleja tanto de su intención: abandona el ánimo de conmover porque todo es una locura que deriva en la desolación y un cierto sentido trágico del destino. La película más que narrar una intención argumental nos involucra en una totalidad iconográfica y en este sentido desbanca a algunas incursiones históricas de autores como Ridley Scott o el mismo Kenneth Branagh en su Hamlet de 1996. Este modelo iconográfico identificativo del cine histórico posmoderno se conforma desde el ensamble de los distintos performances que desarrolla el director y que se componen hábilmente en un montaje final. Aun así, el equilibrio fílmico de la película se establece en las excelentes interpretaciones del paisaje y los duelos interpretativos de la pareja actoral, quienes lejos de la teatralización nos deleitan con momentos de gran carga afectiva, tanto en su tragedia como en el planteamiento enajenado del amor.
Pero, a mi modo de ver, en la cinta de Kurzel encuentro reminiscencias de aquel esplendido rodaje de The War Lord (El señor de la Guerra, 1965) de Franklin J. Schaffner, y de manera más concisa en los encuentros en interiores -película que cautivo a un joven estudiante de nombre Spielberg- y que la dota de cierto clasicismo, como indicaba anteriormente, formal. Anecdóticamente, su preestreno en Cannes la enfrentará ahora en los Oscar con la cinta de Spielberg, El puente de los Espías -una lástima que el tropiezo de ambas le reste méritos al australiano- y sus efectos visuales se puedan deslucir ante el equilibrio narrativo poderoso del autor de La Lista de Schindler. De cualquier manera, a pesar del diálogo sobreactuado en algunos momentos, contemplar a la intensa Marion Cotillard y al brutal Fassbender bajo la bruma siniestra de la cinta, en esta composición metálica y profunda de la banda sonora de Jed Kurzel -incomparable por su misticismo sonoro del cello en una evocación sublime al Adagio de Barber en Platoon (1986) de Oliver Stone- es un espectáculo digno de todo cinéfilo y del espectador ansioso de emociones de celuloide en esta creativa puesta en escena visual del director australiano. Al igual que sucediera con autores como San Mendes o Joe Wright, a Kurzel habrá que tenerle muy en cuenta y esperar con interés sus futuros trabajos.
La película es un inmenso espectáculo en la retina del espectador, una espera que se hace larga hasta el estreno en el día de Navidad. Un regalo a los sentidos que debemos disfrutar con la ilusión que provee la magia de la cinta: arrolladora.
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