La gran obra maestra de Otto Preminger (1944), nos entrega una de las mejores muestras de aquello que se denominó Cine Noir, sin entender muy bien si era un género o fue subgénero, o qué fue primero. Pero no cabe duda, que Laura es una bella película habitada en el claro oscuro exterior de las calles y de las alcobas en soledad, y en el rincón interior de los personajes trazados desde la novela de Vera Caspary –por cierto, imposible o muy difícil de encontrar en el refugio librero- en su trazo psicológico, como digna muestra de la corriente psicoanalítica de los años cuarenta en el Hollywood clásico. Y es que, Laura es una evocación criminal o piadosa, el día y la noche, la pesadilla o el sueño. Es, al mismo tiempo, un retrato de las pasiones humanas, quizás desde su aspecto más simbólico –recordemos el arranque del espectador ante el imponente retrato de “la mujer en cuestión”, con el travelling objetual que convierte a los enseres del elitista apartamento de Clifton Webb, en representaciones de su canon estético de la belleza, eso sí, muy humana, digna de ser el motivo de un asesinato, o de la mayor reverencia que se le puede hacer al desprecio, infringido por una imagen, y que se convierte a través de un sueño en una característica femme fatale de días vividos al resguardo del hampa, licor, prostitución y corrupción.
Pero en Laura, el director desarrolla una inteligente exploración del universo masculino a través de los actores Webb y Dana Andrews -la sensibilidad del hombre pensante plagada de recovecos siniestros, y la fuerza bruta, lógica, del policía vulgar- respectivamente. En la evolución de la fotografía, de la luz al negro en los planos de apertura, se equilibra la propia búsqueda de los personajes: el rudo hacia la belleza, a través del enamoramiento de Laura, y el esteta hacia la brutalidad del crimen. Ese plano medio americano con los dos personajes conversando y, en el centro, el retrato portentoso de Laura Hunt: omnipotente testigo de la pugna BlueHost优惠码 viril. Esa luz que Preminger busca y, encuentra en la cámara del oscarizado Joseph La Selle, permite a la cinta del director austríaco elevarse al altar de la crítica neoyorkina, comprometida con el guión, arropándolo, texto adaptado de la obra teatral, y con la partitura de David Raksin, de notas románticamente trágicas que crean una obsesión al servicio de la realidad objetiva. En el culmen de esa idealización de la mujer, durante el sueño de un detective, embriagado de alcohol, emerge Gene Tierney, real y envuelta en esa maravillosa gabardina, con la humedad de la noche, resucitada de entre los muertos. Cuanto encontré de esta Laura en el Vertigo de Hitch, años posteriores.
Nunca creí y pensé a Tierney mejor que en Laura. El director extrajo el jugo interpretativo al máximo, en silencio, con una mera puesta en escena, clásica, sencilla y sublime al mismo tiempo. Porque la presencia de Laura para el espectador, está presente en el universo interior del mismo, desde el primer momento, hasta ese final, diría yo… más Hitchcokniano que de Cine Negro; más psicológico y real en su dibujo del instinto, en ese flashback diseñado a conciencia, largo y anguloso en su formalismo, como el uso del off. Y este es el Preminger que en esos años posteriores nos deja una secuela de cintas Noir, a seguir el rastro, para que los cineastas futuros puedan comprender como plasmar en celuloide el mundo de las pasiones – devenidas de la más pura Tradición Clásica– estando presentes en el ser humano, y conformando valores universales que llegan a crear arquetipos de conducta e incluso de voluntad. Evidentemente la iconografía vuelve a ser un artificio al servicio de la historia, como sucede de manera relevante en el cine alemán de la etapa muda, el cual Preminger conocía a la perfección, el mismo disfraz de un sonámbulo en El Gabinete del Doctor Caligari, o en “M” El vampiro de Düsseldorf. Esta sensibilidad del encuadre, en blanco y negro, conforma un sello característico de la película, porque cada toma está pensada de manera exacta para explicar un aspecto simbólico. El ejemplo más creativo está en ese reloj que guarda el arma del crimen. Porque es el tiempo quien guarda, escondiendo de los demás, nuestras más recónditas intenciones perversas. En este sentido me recuerda a la cinta de Fritz Lang, Perversidad, donde el reloj es sustituido por un rancho alejado de la ciudad.
La película de Preminger se convierte en “el guante de Gilda”, arrojado a la cara del Zanuck desconfiado, forzado y discutidor de todas las decisiones del director de Laura. Porque el milagro de la película, sólo fue posible gracias al tesón de un autor, quien en trato de poco favor y condescendencia, demostró que sabía su oficio de contador de historias, de doctor psicoanalista y evocador de imágenes. Candidato al Oscar de ese año, Preminger emergió en la industria como un ave fénix, con sus cinco nominaciones para Laura, y pasó a formar parte de esa lista de autores imprescindibles para entender el cine de aquellos años, porque sus personajes, desde el trazo onírico de la cámara, componen un calidoscopio de la visión del mundo norteamericano de postguerra, las luces y sombras “universales” del ser humano.
Laura es una obra completa, donde el exceso o defecto cinematográfico no encuentra su lugar, y cediendo su turno a la sencillez del género, se convierte en cine negro en estado puro, con una digna reflexión sobre el amor y la muerte, Eros y Tánatos, en una contundente reflexión sobre la existencia en blanco y negro. Y… entonces comienza la obertura de Raksin: el tema de Laura.
1 comentario
Alicia Arés 7 agosto, 2021 at 6:43 pm
Estupenda reseña.