Muchos pensamos que el cine de hoy ya no es lo que era, algo que uno se explica viendo las nuevas versiones de antiguas películas o ideas. No hay más que fijarse en la contemporánea La guerra de los mundos de Spielberg y Tom Cruise en la que, nada más ver una pequeña parte (la visión de más de un cuarto de hora de metraje puede considerarse como tortura) comprobamos que la originalidad de las ideas ha muerto para dejar paso a tracas de efectos especiales sin ton ni son.

Algo parecido ocurre en el cine de terror. Aquellas sobrias películas de los años 70 donde la historia y el argumento dejaban en un segundo plano a las apariencias, han dejado paso a baterías espectaculares de efectos especiales que provocan un susto fácil que se olvida inmediatamente y nunca llega a sobrecoger al espectador. Para certificarlo no hay más que ver dos películas, dos versiones del mismo hecho real: los sucesos de la casa de Amityville. Dos películas separadas por 25 años.

La primera de las dos versiones fue rodada en 1979 por Stuart Rosenberg y fue titulada Terror en Amityville. La segunda fue perpetrada en 2005 por Andrew Douglas y traducida como La morada del miedo. Las películas están basadas en la novela de Jay Anson sobre los hechos reales allí ocurridos, un origen palpable al contar ambas cintas con el mismo armazón dramático e, incluso, algunos clichés casi idénticos que dicen muy poco de la imaginación y capacidad de adaptación de la segunda cinta. Así, la estructura narrativa de las películas estaría compuesta por una serie básica de hechos donde se suceden la compra de la casa, la mudanza, la escena de cama del matrimonio Lutz (por cierto, pésima en la primera versión), George cortando leña mientras Kathy llega de la compra, la escena de la niñera enloquecida en el armario, el descubrimiento del centro de torturas de John Ketchum en el sótano de la casa, la búsqueda de noticias en esos periódicos microfilmados que tanto me recuerdan la Biblioteca Nacional y la vuelta a casa apresurada para que George no mate a nadie.

Dentro de esta estructura narrativa básica encontramos simples variaciones coyunturales. El personaje que interrumpe el fornicio puede ser una niña fantasmagórica en lugar de uno de los niños pequeños; la boda de un hermano se convierte en cena en un restaurante italiano, seguramente debido a la recesión económica; la niñera feúcha y con aparato de dientes se convierte en una maciza pechugona que parece cualquier cosa menos una niñera; o el niño repelente de la primera parte se convierte en un odioso pseudo-adolescente obeso debido a la ingesta masiva de hamburguesas y perritos calientes.

Pero, dejando a un lado estos matices, más formales que finales, lo que verdaderamente diferencia ambas versiones es la mentalidad con la que se afronta su grabación: con la intención de recrear una historia real en el primer caso, con la pretensión de crear un miedo fácil en el segundo. Así, a la nueva versión le resulta innecesario centrarse en la evolución de los protagonistas o en la aparición coral de otros personajes en torno a la familia Lutz, dos de las principales virtudes de la primera cinta. Incluso la figura del sacerdote queda totalmente desvirtuada en la segunda edición, limitándose a una breve aparición que le muestra como un cobarde. Por el contrario, su presencia es mucho más profunda en el primer filme, donde el padre Delaney, bien interpretado por Rod Steiger en su sufrimiento, se convierte en una víctima colateral, símbolo de la lucha impotente de la familia Lutz por comprender y solucionar lo que ocurre en su casa. Incluso podría decirse que tiene ciertas reminiscencias al padre Merrin de El Exorcista, una sensación agravada por la apariencia del detective que investiga el asunto.

Por el contrario, a La morada del miedo le basta con centrarse en el desenlace, la parte más terrorífica, para crear su ración correspondiente de sustos. Unos sustos visuales que hacen que el espectador dé un respingo en su butaca pero que a los 15 segundos ya han olvidado. Sin embargo, Terror en Amityville intenta recurrir a un terror más psicológico, tratando de jugar con la incertidumbre y sugiriendo cosas en vez de mostrarlas. El principal problema con el que se encuentra en su planteamiento es que, al estar basada en unos hechos reales tan conocidos, el espectador sabe de antemano cómo va a terminar la historia y resulta muy complicado sorprenderle. Así, termina convirtiéndose en una película correcta en la ejecución y la pretensión, pero quizá un tanto fría y falta de sentimiento; al más puro estilo de un consolador, que diría el inefable Risto Mejide.

Ambas películas también usan recursos sonoros y visuales similares: grupos de moscas descontroladas con un zumbido insoportable y todo tipo de ruidos, crujidos y movimientos del mobiliario, lo típico de una casa encantada. La diferencia es que, mientras Terror en Amityville evoca en un segundo plano esos crujidos y sucesos sobrenaturales, La morada del miedo los muestra de una manera brusca, bizarra y grosera, recurriendo a mostrar en pantalla varias veces el espectro de la niña asesinada en la casa u otros personajes secundarios del elenco fantasmal; toda una serie de efectos visuales innecesarios que restan terreno a la imaginación y sólo contribuyen a distanciar la cinta del espíritu real y original con que se rodó la primera parte. Ahondando en estos nuevos golpes de efecto, Andrew Douglas no duda en ofrecer nuevos hechos y detalles no incluidos en la primera versión de la película como el origen del peluche de Chelsea o la escena de la niña subida a lo alto del tejado, un hecho que aporta muy poco al trasfondo de la historia pero que resulta bastante melodramático y rellena cinco minutos de agónico metraje.

Pero la historia y la actuación del director no son lo único que diferencia ambas versiones, los actores también realizan trabajos muy distintos. Para ello nos centraremos en la familia y, especialmente, en el matrimonio Lutz, ya que los niños son unos personajes un tanto planos y estereotipados. Así, podríamos destacar a George en la segunda versión, con un actor favorecido por la posibilidad de sobreactuar por la mayor locura de su personaje; y a Kathy en la primera cinta, una mujer que refleja perfectamente el sufrimiento a diferencia de la chiquilla histérica que encontramos en la segunda película.

En este sentido, Margot Kidder encarna perfectamente en Terror en Amityville la evolución y desmoronamiento físico que padecen los personajes ante tanto sufrimiento; con una actitud razonable que trata de solucionar su conflicto. Esta actitud es similar en su esposo, de ahí que, en la primera película, George Lutz parezca un tipo cuerdo, malhumorado y con ciertos arrebatos de locura pero siempre en sus cabales. Sin embargo, el recorte en el perfil de los personajes le convierte en un loco con arranques de lucidez en la segunda etapa. Esto favorece el planteamiento final de la segunda película donde George está realmente poseído y busca matar a su familia; una versión melodramática y separada de los hechos originales, más ajustados a la primera cinta cuyo final se centra en la necesidad de que esa familia huya de la casa.

Como broche final y resumen del enfoque de ambas películas valga el tratamiento que le dan ambos directores al perro de la familia: mientras en Terror en Amityville el espectador debe sufrir un último mal rato para salvar al lindo perrito del peligro, en La morada del miedo se nos ofrece una sesión de ligera casquería a costa del animalito. Puede ser que en la segunda parte importe más la apariencia y el susto fácil que el trasfondo o, simplemente, que nuestros antecesores tuvieran en mayor estima a sus mascotas. Incluso puede que las dos cosas sean ciertas…

Autor: Ángel Luis García

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