Existen películas que, en realidad, son vida. Películas que sobrepasan la expresión de ‘viaje iniciático’ para convertirse en un auténtico trayecto, en parte del camino vital. Una mirada, un saludo esquivo, un temblor. Wong Kar-wai, cineasta sagaz y táctico, conoce el estremecimiento fílmico, no en vano lleva reinventándolo treinta años, aplicando su descarga sobre la piel de los espectadores sin mesura. De un pequeño callejón del Hong Kong a la sociedad global, únicamente a golpe de efusión y tablas. Muchas tablas.
El límite de la conductancia térmica lo alcanza con In the Mood for Love (2000) ejercicio soberbio de estilización cinematográfica, perfecto ensamble entre lo íntimo, lo sagrado y lo épico. Y lo hace desde un temple digno de admiración, con dos personajes atrapados en un mundo de estrecheces y limitaciones; de marcos y de puertas; de escaleras que se cruzan y siempre bajan; de lluvia sofocante que no cesa.
Su Li-zhen (Maggie Cheung), es una joven secretaria que, en 1962, se muda a una habitación de alquiler en un barrio de Hong Kong. Su marido, siempre ausente, ha dejado que toda la responsabilidad del día a día recaiga en ella, quien compagina su profesión con una agotadora plétora de tareas mundanas. Siempre sola, siempre impoluta, la señora Chan posee una sofisticación impropia del edificio al que se ha mudado, lo que le granjea el escrutinio constante de cuantos cohabitan en ese pequeño espacio físico.
Paralelamente, el periodista Chow Mo-Wan (Tony Leung), se traslada a una vivienda contigua. Su esposa, frecuente viajera, está ausente durante largas temporadas, dejando al editor solo en su nueva vivienda, tan solitaria, tan repleta de miradas. Al final de cada jornada, los templados señor Chow y señora Chan se cruzan en las escaleras, en los pasillos, en los recovecos de una casa que enseguida se les hace pequeña. El resto de Alpari inquilinos habla y existe; ellos sobreviven, asienten y callan. Los dos resisten, pero están cansados de tanta cortesía convertida en banalidad, así que deciden emprender un viaje de no retorno al futuro, descubriendo un episodio que se repite desde el pasado. Una corbata furtiva, un bolso duplicado. Varias miradas elocuentes desvelan la temida realidad, sus respectivas parejas son amantes desde el primer día que cruzaron el umbral del edificio.
Confusos pero dignos, ni una palabra se eleva por encima de la otra, la indiscreción se paga cara y la deslealtad no puede importar, nada debe importar. Por ello se siguen viendo, siguen insistiendo una y otra vez en una relación ficticia que reproduce vicariamente la real, aquella que experimentan sus respectivos cónyuges. Los días se suceden, las noches desfilan y sus vidas se fusionan. Qué pasaría si fueran ellos los desleales, qué pasaría si se amasen de verdad. Pero no puede ser, ellos no pueden cometer el mismo pecado ni infligir el mismo daño.
Una fuerte lluvia, entre providencial y furiosa, da al traste con sus propias creencias sobre sí mismos. Están enamorados. Encerrados en un espacio cada vez más asfixiante se quieren, su amor es real. Pero la vergüenza les asola, el número 2046 les aguarda y más lluvia seguirá sepultando el amor que sienten. Recreando la relación de sus cónyuges, y odiándose por ello, ambos encontrarán alivio sin serenidad, una serenidad que en la cinta solo se alcanza a través de su cadenciosa banda sonora, miscelánea de canciones de Nat King Cole entreveradas por el sublime violín del tema de Shigeru Umebayashi.
El peso de la puesta en escena, milimétrico y casi arquitectónico, atrapa los sentidos, siendo tan manifiesta y evidente, que se constituye en fondo y forma. Los pasillos interminables esconden figuras humanas ínfimas, a las que solo nos aproximamos como meros voyeur; el espectador se erige en testigo de la relación de los protagonistas.
El doble encuadre contribuye a ocultar una profunda sensación de vigilancia, de compostura social que también queda plasmada en la vestimenta de ella. Tan rígida, tan encorsetadamente bella, ilustra el control omnipotente de la sociedad, el peso de las miradas, el de su propia constricción. Sus cuellos altos obligan a la señora Chan a mirar siempre hacia arriba, aunque toda su expresión languidezca frente a la presión social. Referente indiscutible de la filmografía de Wong Kar-wai, la técnica cinematográfica de In the mood for love reproduce con tal exactitud la opresión emocional, que nadie imaginaría el grado de intuición con que se llevó a cabo, llegando a estar parcialmente improvisada durante los quince meses que duró su rodaje.
Cinta paradigmática de las últimas décadas, por ella Wong Kar-wai obtuvo la Palma de Oro en Cannes, así como el Premio del Jurado y el Premio a Mejor interpretación masculina para Tony Leung. Sin embargo, no es por ello por lo que es obligada su visión, sino porque In the Mood for Love resulta un ejercicio inconmovible de contención y de rabia, un ardor que solo puede encontrar un hueco en el alma en el que poder gritar.
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