El cine es espectáculo pero también es alma; a cintas con efectos de factura rimbombante, tan necesarios de cuando en cuando y tan útiles para la industria cinematográfica, les acompañan títulos humildes (que no pobres), sencillos (que no simples) y profundos, que componen esa amalgama de historias mínimas que tan entrañable hacen a nuestro querido cine. En lo referente a este tipo de narraciones, existe un país que aventaja al resto de manera fulgurante, un país acostumbrado a poner al mal tiempo buena cara y, cuando se tercia, una buena taza de mate.
Imagen de Historias mínimas, producida por Guacamole Films, Nirvana Films S.A. y Wanda Visión. Distribuida en España por Wanda Visión S.A Todos los derechos reservados. |
El cine argentino es un cine compuesto por historias mínimas, relatos crudos que obtienen un Oscar por narrar lo inenarrable, como La historia oficial (1985, Luis Punzo) o El secreto de sus ojos (2009, Juan José Campanella), aunque también por cintas de azafatas que van al cielo, de lugares en el mundo, de hijos de la novia. Junto a ellas está el paradigma de los relatos pequeños, de esas conexiones y cohesiones que nos unen a todos, aunque nos encontremos en un pueblo extremo de la Patagonia, en una película on the road de gente que mira al desierto y donde parece que nunca ocurre nada, Historias mínimas (2002, Carlos Sorín).
En un puesto de carretera, don Justo (Antonio Benedicti), un antiguo comerciante retirado, vive mirando a la inmensidad del desierto, en la provincia de Santa Cruz, al pie del Monte Fitz Roy. El anciano, ataviado con unas botas de alpinista regaladas por un holandés que estuvo de paso por la zona, parece haber perdido el aliciente para vivir. Los camioneros que de continuo pasan por la carretera le saludan, y junto a él y su termo de mate, disfrutan de una conversación breve, antes de reiniciar su camino. Hace tiempo que don Justo perdió a Malacara, su pequeño perro, única compañía del longevo hombre y cuya desaparición se atribuye. Sin embargo, un día como otro cualquiera, un vecino de la localidad le informa de que Malacara ha aparecido, se encuentra en San Julián, a trescientos kilómetros de Fitz Roy. Sin apenas visión y sin mucha salud, don Justo inicia su viaje a pie, acompañado por sus botas de alpinista y su termo de mate, a la espera de encontrar al que fue su buen amigo.
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María Flores (Javiera Bravo), es una joven encargada de una estación, cuyo marido se encuentra buscando trabajo. Ambos tienen una niña de pocos meses y la ilusión de conseguir salir adelante. Para ello María escribe a la televisión incansablemente, tiene la esperanza de que “El Casino multicolor”, un programa de azar, reciba su carta y le invite a participar en el Canal 12, la televisión local de San Julián. Y así es. Con apenas veinticuatro horas disponibles para llegar a la capital, María tendrá que armarse de valor y atravesar los trescientos kilómetros de distancia con su hija, para intentar cumplir su sueño.
Roberto (Javier Lombardo), es un comercial con mucha labia. Obsesionado con la pulcritud de su imagen y los libros de triunfo personal, su ideario está compuesto por un sinfín de aforismos de autores célebres, consignas como “los que no tienen capacidad de improvisación desaparecen”, frases lapidarias que cree firmemente y que le empujan a viajar hasta San Julián para llevarle una tarta de cumpleaños a René, el hijo de una cliente de la que Roberto está enamorado, y por la que está dispuesto a atravesar media Patagonia. Los tres habitantes de San Julián, en plena carretera desértica y sin ninguna seguridad de éxito, viajan para buscar su ideal, luchan por conseguir mejorar sustancialmente sus vidas y recuperar el control de su existencia. Justo viaja a la capital para demostrarles a su hijo y a su nuera que tiene tanta autonomía y derechos como una persona de cualquier edad, aunque para ello deba ser autoestopista y viajar en coche con una bióloga molecular (la realizadora Julia Solomonoff) que le ayuda a entender un poco más la actitud de su can.
María lo hace en autobús de línea irregular, con su hija a cuestas y sus sueños en los bolsillos, aunque sea para asistir a un antediluviano programa televisivo en el que el máximo premio es una multiprocesadora y un estuche de maquillaje.
Imagen de Historias mínimas, producida por Guacamole Films, Nirvana Films S.A. y Wanda Visión. Distribuida en España por Wanda Visión S.A Todos los derechos reservados. |
También Roberto viaja a San Julián para cambiar de vida, para que su amor sea correspondido, aunque tenga que comprar una tarta con forma de balón de fútbol y atravesar el desierto, para darse cuenta a las puertas de San Julián de que René puede ser nombre de hombre pero también de mujer. Las renovaciones constantes que la tarta irá sufriendo no serán impedimento para que Roberto llegue a su destino, pese a que el punto de llegada sea en los tres casos más frustrante de que lo que pensaban en el punto de partida.
Esta coproducción argentino-española con guión de Pablo Solarz, no sólo es una de las mejores películas de Carlos Sorín, galardonado cineasta acostumbrado al reconocimiento internacional, sino además una de las mejores cintas del cine argentino. Premio Especial del Jurado en San Sebastián (2002), su sencillez se asemeja al entorno en el que está rodada, de apariencia inmutable y angosta, pero repleta de dificultades, del frío cortante del campo de hielo patagónico, de la más absoluta soledad unida al candor de quienes deciden hacer causa común ante las condiciones más extremas.
Indicaba Roberto, en su inagotable facundia refranera, que un fracaso nunca ha de considerarse como tal, sino como una posibilidad de cambiar de vida. Y es esto, en definitiva, lo que hacen los protagonistas de todas las historias mínimas.
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