Título original: Chambre 212. Año: 2019. Duración: 86 minutos. País: Francia. Dirección y guion: Christophe Honoré. Fotografía: Rémy Chevrin. Reparto: Chiara Mastroianni, Vincent Lacoste, Camille Cottin, Benjamin Biolay, Marie-Christine Adam, Carole Bouquet. Producción: Les Films Pelléas. Género: Comedia dramática. Estreno en España: D’A Festival Barcelona 1 de mayo de 2020.
Onírica, teatral. Dickensiana y bergmaniana. Planificada hasta la extenuación. Enternecedora y osada. Así es la nueva comedia romántica de Christophe Honoré, una película que ni siquiera es comedia y que solo a veces es romántica. El director y guionista despliega en Habitación 212 una historia repleta de incertidumbres, sólida en su dimensión formal, pero endiabladamente retorcida en su dimensión narrativa. Una puesta en práctica de un manual de amor desconocido en el que hay tensión, pero ninguna regla.
Maria Mortemart (Chiara Mastroianni) es una profesora de Derecho. Aunque está felizmente casada desde hace veinte años con Richard (Benjamin Biolay), el tedio de la monogamia le empuja a relacionarse con otros hombres, especialmente alumnos. El mensaje furtivo de Asdrúbal (Harrison Arevalo) uno de ellos, hace que su marido tome conciencia de las infidelidades esporádicas de Maria, lo que desemboca en una discusión que la empuja a pasar la noche fuera.
No se va muy lejos, alojándose en la habitación 212 del hotel que se encuentra en frente de su hogar, pudiendo vigilar desde sus ventanas los movimientos de Richard. Por esa habitación desfilará la vida entera de Maria, sus relaciones, sus distintos amantes, su madre y hasta su conciencia, transfigurada en un Charles Aznavour (Stéphane Roger) que cumple las funciones de fantasma de la Navidad pasada, presente y hasta futura.
En sus elucubraciones (que no recuerdos, ese es un punto fundamental), Maria no solo rememora su vida, sino que construye el pasado de Richard con su primer amor, Irène (Camille Cottin) quien le sedujo desde la adolescencia hasta los veinte años, cuando se enamoró de Maria. La remembranza del pasado de Richard tomará corporeidad en un joven Richard (Vincent Lacoste) con quien Maria tiene sus experiencias más lúbricas, aprovechando su recuerdo para comprimir todo el apasionamiento de la noche. Con la versión rejuvenecida de Richard, Maria hablará, reflexionará, se desnudará e incluso llorará, en ese y todos los órdenes posibles.
La reflexión llegará a cotas de ensueño cuando todos los amantes de su currículo amoroso desfilen por la habitación, traspasando incluso la frontera de lo metonímico cuando Irène salga de la 212 para intentar recuperar al actual Richard. Es entonces cuando dos planos mentales-temporales se fusionan, por un lado, el de Maria y el recuerdo de su marido; por otro, la encarnación de Irène con el actual Richard. Ambas dimensiones, en principio independientes, vuelven a encauzarse cuando los cuatro se reúnan en el restaurante ‘Rosebud’ (no es casual el nombre, como nada en esta película) a la espera de un ménage à quatre imposible.
Espléndido ejercicio reflexivo-metafórico de Christophe Honoré, resulta de una ternura y de una sinceridad refrescantes, a pesar de ciertas fisuras en la plasmación de una trama en exceso engorrosa. Con ademanes bergmanianos más que evidentes, y que hacen imposible no pensar en Secretos de un matrimonio, esta versión de la infidelidad new age no deja de apelar a lo más inhóspito del alma humana, a la soledad y a la nostalgia, o a la constante sensación de haber perdido el rumbo de la vida conyugal.
Sus personajes son honestos, introducidos a traición en una trama dispuesta como un laboratorio de pruebas en el que la propia vida se convierte en una habitación de escape. La sensación febril se disipa con el amanecer, pero el poso de una reflexión que va más allá de una impecable puesta en escena permanece más allá de los títulos de crédito.
Honoré, además, regala innumerables guiños cinéfilos a una industria en la que encuentra cabida Cary Grant, Irene Dunne, Woody Allen o Ingmar Bergman, a quienes cita en agradecimientos, sino que se permite iluminar las vidas de sus personajes a través de las luces de neón de un cine a pie de calle (homenaje al ‘Les 7 Parnassiens’ de Montparnasse) en el que proyectan, ni más ni menos, que We the animals de Jeremiah Zagar o Grâce à Dieu de François Ozon.
Una película estilizada, con un sentido de la composición espectacularmente subrayado por la fotografía de Rémy Chevrin y una puesta en escena a la altura de unos actores que entran en el juego de Honoré a quemarropa. Muy estimulante.
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