En la Glorieta de la Paz 12, donde se encuentra situado el Palacio de Roviano, suceden cosas realmente extraordinarias. El príncipe Annibale (Eduardo de Filippo) lo sabe, aunque todos coinciden en considerarle un desquiciado. Oye pasos inexplicables, el silencio de la noche se rompe por crujidos, su pájaro disecado se despluma, las baldosas se rompen sin justificación alguna. Jamás los ha visto, pero conoce a sus fantasmas, aquellos que habitan en su misma casa y que forman parte de su extensa familia.
Sin pudor habla de Reginaldo (Marcello Mastroianni), un caballero del siglo XVIII donjuanesco, que se emparentó con los Roviano por sus constantes infidelidades. Junto a él distingue a Fray Bartolomeo (Tino Buazzelli), un religioso que falleció en 1653 a causa de una ración envenenada; y a doña Flora, una dama del siglo XIX que se suicidó por amor. Y por supuesto, con él también está Poldino (Claudio Catania), su hermano fallecido a los seis años, quien le vigila y le quiere, sobre todo ahora, que Annibale ha cumplido los sesenta y cinco. Con ellos convive en ese espacio que es más que un hogar.
Pero en plenos años cincuenta, y desvencijado por el tiempo, el palacio adolece de mil males. Sus cañerías no funcionan, la caldera renquea y sus paredes hace tiempo lucen un semblante que en nada se parece a su aspecto inicial. Pero a Annibale le gusta, se siente cómodo en él, por eso ha rechazado sin ambages cualquier oferta para comprarlo. Aunque las cifras alcanzan los doscientos millones de liras, Annibale se ha convertido en un cruzado contra la especulación inmobiliaria, luchando por mantener intactos su legado y su blasón. Pero todo cambia. Cuando de manera repentina Annibale fallece, toda la herencia recae en su sobrino Federico (Marcello Mastroianni), quien en compañía de su pareja Eileen (Belinda Lee), decide sacar el máximo partido al palacio, comprando a funcionarios para deshacerse del hogar de su familia.
En vista del inminente derribo del palacio y la construcción de un inmenso centro comercial en su solar, los fantasmas del Palazzo di Roviano decidirán desplegar todas sus argucias a fin de que su hogar quede intacto. Para ello se pondrán en contacto con el artista Giovanni Battista Villari, conocido como ‘Caparra’, un pintor dispuesto a realizar una obra post mortem para revalorizar el edificio e impedir su derribo. Su Triunfo de Venus hará saltar todas las alarmas, dejando a la ciudad de Roma a los pies del Palacio.
Rara avis de un director como Antonio Pietrangeli, los Fantasmas de Roma (1961) se aleja vagamente de la prototípica commedia all’italiana para adentrarse en una trama repleta de arquetipos del género sobrenatural. Ghost (1990, Jerry Zucker) o incluso Agárrame a esos fantasmas (1996, Peter Jackson) beben de cintas como Fantasmas de Roma o El fantasma y la señora Muir (1947, Joseph L. Mankiewicz), su más cercano referente. Quizá la novedad de la cinta de Pietrangeli radica en su humor, con fantasmas aquejados de los mismos problemas durante siglos, damiselas que se suicidan cada día en el río Tíber y, por ello, se resfrían; caballeros que anhelan su vida tarambana y pululan por entre las calles de Roma buscando mujeres; frailes que se pierden por las cocinas de los restaurantes para degustar platos que no pueden comer.
Uno de sus máximos aciertos es, sin duda, el guion; firmado por Ennio Flaiano, habitual de Federico Fellini -con títulos como Il bidone (1955), Las noches de Cabiria (1957), La dolce vita (1960) Boccaccio 70 (1962) u 8 y ½ (1963)-, y también de Luis Berlanga (suyo es el guion de Calabuch (1956) y los diálogos para la versión italiana de El verdugo (1964)-, lo único que se le puede reprochar es el tono sexista y profundamente violento en el tratamiento de los personajes femeninos, todos ellos representantes de las peores cualidades de la sociedad (desde la locura hasta el arribismo, pasando por la ignorancia y la estupidez).
Pese a ello, Fantasmas de Roma es un título tan desconocido e incluso olvidado, que su rescate en estas fechas resulta tremendamente idóneo. Es perfecto para todos aquellos que quieran impregnarse del espíritu de Halloween, sin ahondar en el terror prosaico ni en el grito fácil.
Una comedia sencilla y teatral, en definitiva, con una banda sonora espléndida a cargo de Nina Rota, que consigue adentrar al espectador en una Roma desconocida y sobrenatural.
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