berlin is in germany“Estas chicas de hoy en día están hechas de hierro”, pronuncia jocoso un agente de seguridad en la aduana del aeropuerto de Barajas, cuando el arco magnético anuncia mi entrada con trompetas y clarines. Me coloco donde me dicen. Vuelvo a pitar.  “No pases de nuevo, ponte ahí”.  Así, apartada a un lado, proceden a inspeccionarme buscando algún dispositivo metálico potencial o imaginariamente peligroso. Sólo después del pudoroso registro, descalza, con las botas en la mano, poco antes de las siete de la mañana, me permiten seguir adelante: “ya está, puedes pasar”. Con esta proclama, me dan permiso para embarcarme en un avión que por fin me lleve a Alemania, país que había deseado conocer desde hacía años, cuando siendo niña aún, me enamorara de su literatura, de su arte, de su colosal cine.
Un lugar en el que surge el expresionismo, conquista el corazón de cualquier cinéfilo. Cientos de imágenes de Metrópolis, de Fausto, de Los nibelungos, de la increíble “M” el vampiro de Düsseldorf, de El Gabinete del doctor Caligari, o por qué no, de las recientes Deliciosa Martha, Nirgendwo in Afrika, Soul Kitchen, o Berlin is in Germany desfilan deslavazadas por mi mente, sin orden ni lógica, a la velocidad del avión. En especial recuerdo ésta última, Berlin is in Germany, un filme atractivo y lúcido realizado por un director de Stuttgart, Hannes Stöhr, seductor incansable con la palabra a quien, por cierto, conocí años atrás y de quien resulta sencillísimo prendarse. El viaje es largo, me da tiempo a pensar en nuestro encuentro, e incluso a contarlo. Al ver a Hannes Stöhr, hace ya una década prodigiosa, no podía imaginar que un realizador de treinta años hubiera sido capaz de rodar un filme tan comprometido y brillante como el que por aquel entonces nos descubría. En realidad lo presentaba poco menos que off the record, sin bombo ni platillo, en un pase restringido de Cinefórum. Al verle, retomo el hilo, cualquiera podía elucubrar que se trataba de algún estudiante, todo él ameno y jovial. Se sentaba con las piernas abiertas y apoyaba los codos en las rodillas, cuando no en la mesa. Hablaba español (no en vano recibió una beca Erasmus para estudiar en Santiago de Compostela), y junto a él varios idiomas más. Por si aquello no fuera suficiente, se mostraba extremadamente cordial, y con él pude conversar durante largo rato, vaticinando para su trabajo un Oscar que algún día llegará, y descubriendo para siempre un idioma que, a partir de entonces, ya no me abandonaría jamás. La historia que entonces presentó en petit comité, no podía ser más sugerente. Un hombre de 36 años, Martin Schulz (Jörg Schüttauf), sale del presidio de Brandenburgo después de pasar once años en la cárcel por un delito que no había cometido. En prisión no fue testigo del cambio de la sociedad alemana, ya nunca más RDA. Con un hijo al que no conoce, una mujer que no volverá a ser suya, y debiendo reencontrar una vida que ha pasado de largo sin él, Martin tendrá que hacer frente a la transformación social desde la perspectiva más personal posible, con la única ayuda del dueño de un sex-shop como acompañante.

Esta historia triste, valiente, inaudita para un joven realizador, fue la que nos conmovió en aquella sala de proyecciones años atrás, a pesar de que siempre se encuentra en ella algo nuevo que celebrar y descubrir. Berlin is in Germany, buen título para un director que más tarde realizaría One day in Europe o Berlin calling, muy alejadas, todas ellas, de presupuestos previos, de los filmes de Fassbinder que tantas veces vimos en el Instituto Goethe, de la formalidad; ese nuevo expresionismo que en manos de los jóvenes realizadores recobra una nueva e inusitada simbología.

De nuevo estoy en un aeropuerto, esta vez alemán. He de regresar a España con las maletas repletas de experiencias cuasi cinematográficas, incomprensibles en ningún otro lugar que no sea allí. Vuelvo a acordarme de Stöhr, de Murnau, de Ernst Lubitsch, de Caroline Link, de Stefan Ruzowitzky, de Florian Henckel von Donnersmarck y de Sandra Nettelbeck. Todos ellos cruzan conmigo el arco magnético apostado a la entrada de la aduana. Vuelvo a pitar. Me adelanto a quitarme las botas sin que nadie me lo indique. Definitivamente, estamos hechas de hierro las chicas de hoy. Si no, no me lo explico.

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