En la calle Magdalena, que desemboca en la madrileña plaza de Tirso de Molina, se encuentra un antiguo palacete, en el antiguo palacete la Filmoteca Española y en la Filmoteca Española, tras una escalinata del siglo XVIII, la entrada a un mundo aparte. Preside la entrada a ese mundo un póster inexcusable, visible desde cualquier punto del pasillo, bien en el de entrada, bien en el que lleva a las cabinas de visionado. Ese póster no es otro que el de Furtivos (1975), película escrita, producida y dirigida por José Luis Borau, ese sabio que en ocasiones se dedicaba a la dirección, pero que sobre todo se entregó a la filosofía del cine, a su arte y confección, a la pausada pero ineludible tarea de engendrarlo, criarlo y difundirlo y también quererlo. Nadie lo quería como Borau. Por eso le debemos a él, y sólo a él, su emblemático Diccionario de Cine Español (1998), una obra en la que desde la presidencia de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, Borau se encargó de dirigir, compilando y analizando nuestro cine desde una perspectiva inédita hasta el momento, una labor titánica que de no ser por el director de Hay que matar a B, nunca se hubiera llevado a cabo. Paradójico que fuera la B precisamente, la letra del sillón de la Real Academia de la Lengua que José Luis Borau ocupó desde 2008, momento en que otro grande, Fernando Fernán Gómez, se lo cedió para que Borau lo siguiese manteniendo en su altísimo lugar.
Retrato de José Luis Borau. Derechos reservados a El Periódico de Aragón
Editor, académico, teórico, pareciera que Borau se alejó del oficio de cineasta por su descripción curricular y, sin embargo, fue un prolijo y paradigmático realizador, guionista y productor. Nacido en 1929, este periodista reconvertido en director, como muchos cineastas de su época, dejó su Zaragoza natal y su Heraldo de Aragón para embarcarse, casi a los treinta años, en los estudios de la Escuela Oficial de Cine de Madrid. Tras el cortometraje En el río (1960), llegaron películas poco convencionales como Brandy (1963), o la insuficientemente valorada Crimen de doble filo (1965), un thriller en blanco y negro no sólo notable, sino que apuntaba maneras de un modo de concebir el cine personal y agudo. A pesar de compaginar sus tareas cinematográficas con la enseñanza, la publicidad y la producción desde su propia firma, El Imán, el éxito no llegaría hasta 1975 de la mano de Furtivos, obra cumbre de su carrera, emblema de una época y de una España que Borau conocía bien, y en la que dirigió a Lola Gaos como nadie lo había hecho desde que otro aragonés, de nombre Luis y apellido Buñuel, lo hiciera años atrás.
Pero si algo debemos destacar de José Luis Borau, además de su capacidad para descubrir a nuevas figuras de nuestra industria, es su humanidad. Hombre amable, culto, seductor con la palabra, su gesto casi infantil de delectación por la cinematografía hacía de él una persona magnética, cuya conversación siempre resultaba interesante, lúdica e instructiva. Palabra de cine. Con José Luis Borau no sólo se va un magnífico orador, un entendedor de cine colosal y un magnífico director, sino un artista, un hombre capaz de dar forma a las palabras para que suscitaran emociones, con una oratoria y una pasión inconfundibles, con una mirada tierna y pilla, semejante a la de su personaje Teo (Alfredo Landa) en Tata mía (1986), que disfrutaba con cada sorbo de vida y con cada línea de guión.
Un director que obtuvo la Concha de Oro en el Festival de Cine de San Sebastián, un Premio Goya y el Premio Nacional de las Artes y de las Ciencias y que pese a todo, y sobre todo, ha dejado un hueco inmenso por su calidad humana en la familia de nuestro cine.
Hay sillones que nunca deberían estar vacíos, y hoy todos lloramos por la soledad que Borau ha dejado en el sillón B y en las butacas del cine español.
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