Tras rememorar El Exorcista el mes pasado, en esta entrega del cine de terror vamos a recordar otro clásico del miedo: El Resplandor (1980, Stanley Kubrick); un peliculón donde, sobre todas las cosas, destaca un nombre: Jack. Un nombre presente en la película en tres dimensiones: Jack Nicholson, el actor; Jack Torrance, el personaje protagonista; y Jack Daniels, el bourbon con hielo que vuelve loco, y nunca mejor dicho, a los dos Jacks anteriores. La trama de la película gira en torno al personaje de Jack Torrance y el apartado hotel Overlook. Torrance es un escritor en horas bajas al que proponen un trabajo de vigilante en un hotel situado en un remoto lugar de las Montañas Rocosas. Hacia allí se dirigirá con la intención de reflotar su carrera literaria junto con su mujer y su hijo, un niño dotado con un don especial denominado el resplandor. Pero nada será como ellos esperan. Toda una serie de antiguas historias y hechos acaecidos en el hotel en el pasado van invadiendo la mente de Jack, llevándole poco a poco hacia una locura psicópata que le empuja a intentar matar a su familia; justo igual que hizo el último vigilante del hotel…
En la película, el primer empeño de Kubrick es retratar el aislamiento al que se someterá la familia del escritor en su reclusión en el hotel. Para ello, no duda en apostar por una secuencia inicial que se le hace interminable al espectador, con un coche amarillo serpenteando por innumerables carreteras de montaña hasta que, por fin, llega al hotel; un hotel aislado en medio de las montañas, casi inaccesible con buen tiempo, imposible de alcanzar tras las nevadas del invierno. Por tanto, asistimos a un escenario aislado, sin posibilidad de interrelación ni comunicación con otras personas que no sean Jack, su mujer o su hijo. O los fantasmas del hotel… Una sensación claustrofóbica que llega a atrapar al espectador, agobiándole y haciendo que él también desee escapar de ese hotel que parece maldito. Para colmo, no estamos hablando de un hotel normal, sino de un edificio con una antigua historia macabra. En principio está construido sobre un antiguo cementerio indio, lo que puede dar lugar a todo tipo de supersticiones; pero lo peor está todavía por llegar: el anterior vigilante mató y descuartizó a su mujer y sus dos hijas, una noticia que no parece inquietar demasiado a Torrance… Un Jack Torrance que muestra una magnífica evolución en la que su aspecto va degenerando a lo largo de la película, descuidando su apariencia poco a poco, pasando de aquel pulcro y aseado hombre que asiste a la entrevista de trabajo a ese tipo huraño y desgreñado, con aspecto de ermitaño que termina completamente loco blandiendo un hacha contra su familia. Ese es precisamente el mayor recurso terrorífico de la película: el propio Jack Nicholson, un actor conocido por su habilidad para encarnar a desequilibrados mentales y que, en esta ocasión, lo borda. Las muecas, los gestos, los ojos desencajados, las locas carcajadas y la barba de varios días convierten a Jack en alguien que, de encontrártelo por la calle, haría que cruzaras a la acera de enfrente para no cruzarte con él. Como contrapunto al histrionismo y gesticulación excesiva de Jack Nicholson, se encuentra el papel de su hijo, interpretado por Danny Lloyd, un niño sin experiencia previa en el cine. Especialmente escalofriantes son sus paseos en triciclo por los interminables pasillos del hotel donde se encontraba a los fantasmas de aquellas dos niñas de aspecto tan tremebundo e inquietante. También es para el recuerdo la escena donde Danny está en la habitación con su madre y, el resplandor, esa especie de don interior, le hace repetir una y otra vez, con una voz que le hacía parecer poseído, la palabra Redrum, un término sin significado aparente pero que, cuando toma sentido, muestra la verdadera medida e importancia de ese resplandor de Danny.
En esa intranquilidad y temor que infunde Danny en el espectador tiene gran parte de culpa el gran uso que hace Kubrick de la steadycam; esa cámara que persigue a Danny, como si fuera el propio espectador el que se desplazara, mientras el niño rueda por los interminables pasillos del hotel con su triciclo. Kubrick también recurre a la steadycam cuando el niño es perseguido por su padre en ese gran laberinto verde, rodeados ambos por la oscuridad de la noche y el blanco de la incesante nevada. No puedo acabar la crítica sin hacer un guiño a la secuela más irreverente y mejor elaborada de El resplandor: la que hicieron los Simpson. Tras haber visto ambas cintas en varias ocasiones, los amantes de Homer y compañía disfrutarán apreciando la fina ironía y perfección de la secuela de los personajes amarillos más famosos de la televisión. Y es que, ¿qué fan de Bart Simpson no asimiló a Hallorann, el cocinero negro de la película, con Willy, el escocés que comparte el Resplandor con Bart? Y en la conversación de Jack Nicholson con el barman, ¿quién no se imaginó a Moe sirviendo una Duff detrás de la barra? ¿Y por qué Kubrick no cambió el “All work and no play makes Jack a dull boy” que repite machaconamente a máquina Jack Nicholson por el más alegre y tronchante “Sin tele y sin cerveza, Homer pierde la cabeza”? Pero todo no podía ser perfecto, ya que la película tiene un importante debe en su haber: el doblaje. El actor de doblaje que aporta la voz a Jack Nicholson no es el habitual y eso se nota. Pero lo que ya es especialmente ridículo es la elección de Verónica Forqué como Wendy Torrance, una elección que, parece ser, hizo el mismísimo Stanley Kubrick. Menos mal que el director americano era mucho mejor director de cine que director de doblaje… Y es que, en muchas ocasiones, la voz aflautada y estereotipada de la actriz española hace que nos parezca estar viendo un capítulo de Pepa y Pepe en vez de un filme de terror como El Resplandor.
Pero ni siquiera esa pequeña rémora puede reducir la locura y el miedo que infunden Jack Nicholson y el misterio de lo que ocurrió en aquella famosa habitación 237. ¿Quién sabe qué desgracia pudo ocurrir en ella? Esperemos que después de haber visto El Resplandor, cuando vayáis a un recóndito hotel de montaña, con largos pasillos no os alojen en la habitación 237. Quién sabe que podría haber ocurrido allí…
Autor: Ángel Luis García
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