Han transcurrido veinte años desde el estreno de, a mi modo de ver, la película más representativa de un autor que ya nos dejó. The English Patient (El paciente inglés) de Anthony Minghella no podía ser más apropiada para celebrar el As de las emociones: el amor. La cinta adaptada de la difícil novela de Michael Ondaatje y vestida con la soberbia partitura de Gabriel Yared se construye en honor a la idea del amor, en su sentido estético, en la filosofía platónica del ideal de la belleza.
Una belleza que el sensible director de la película encuentra en una puesta en escena sublime: un hombre eleva por una pendiente a una mortaja, envuelta en un velo desplegado al viento, pesaroso en su caminar, enérgico y profundamente enamorado en el propio sufrimiento de la pérdida. Y es que, mi asombro de aquella tarde del año 1996 al observar una cola de espectadores que daba la vuelta a la calle Goya, después de seis meses de cartelera, se tenía que deber a un cierto milagro. En unos momentos donde el público abandonaba la asistencia a las salas de cine, allí estaba ese Paciente Inglés, abarrotando las butacas. Como siempre, no la vi en su estreno, preferí dejarla reposar en el tiempo, que hablaran, que criticaran muy bien o mal. El asunto es que aquella música, que es la película de Minghella, tenía el alarde de hablarle al espectador desde la oscuridad y el silencio de su alma cinematográfica, desde el anhelo mayor que posee el hombre: amar. Además, cuando el destino se opone al trazo de la emoción, el cine romántico en estado puro está servido. Quizás por esta razón el fenómeno de audiencia de El paciente inglés se entienda mejor. Su evolución de la fisicidad a la espiritualidad del amor es muy notable y en ello reside su mayor encanto y poder para el público.
La cinta sirvió de lanzadera a dos de los mejores actores que nos ha dado las últimas décadas, Ralph Fiennes y Kristin Scott Thomas, sin olvidar a la maravillosa Juliette Binoche, reflexiva y testigo impertinente de esta gran historia de amor. Cómo un cuerpo sacrificado en el fuego es capaz de recordar los aspectos del alma. En ese relato moribundo, desgastado por la tragedia, reflejado en el bonito rostro de Binoche, las miradas de los intérpretes se deslizan a lo largo de su largo metraje desembocando en la excelsa sutileza de una cueva sagrada que acoge el último destello de la luz de una linterna, como si fuera el último suspiro de ella, de la mujer que amó en el secreto, porque nunca se atrevió a alcanzar el espíritu del amor, de ella, que sí cruzó la línea del engaño para disfrutar del amor físico y, de él, que se rompía lentamente en los compases de Yared, ese Adagio que penetra en el oyente conmoviendo el lagrimal, que siempre la deseo para amarla y que lloró delante de millones de espectadores arropando su cuerpo mal herido, acogiéndose en la cueva de los nadadores al lento ritmo de una canción ancestral.
En una historia desierta de ilusión y arrastrada por el tumor de la guerra, la dirección de la fotografía de John Seale –nominado al Oscar por su trabajo en Rain Man y ganador en esta edición del año 1996- nos sumerge en una extensa poesía, que descrita en las notas de uno de los mejores compositores sinfónicos del cine contemporáneo y fetiche el director –Yared fue nominado por El talento de Mr. Ripley (1999) y Cold Mountain (2003)- se desliza y se adentra en el universo emocional del espectador. Las grandes historias de amor siempre están entrelazadas en su línea tonal. En ese sentido la película de Minghella es hermana gemela de los grandes clásicos del “querer y poder” o, no poder. De esos encuentros emocionales de David Lean o King Vidor en El Manantial (1949), o en la ya comentada Un lugar en el Sol (1951) de Stevens, y en tantas y tantas otras que el cine contemporáneo recupera a modo de mímesis, que no de copia, y que pienso tiene su mayor alarde en saber hacer sentir como en blanco y negro a través del color. El Paciente inglés no fue olvidada por la crítica y la Academia, y sus extensos premios lo avalan pero, la clave de este pensamiento del director reside en su aspecto intemporal que podemos observar con el paso de estos veinte años y que, a mi modo de ver, mantiene una inteligente y sutil frescura. Una vez más vuelve a ser el trabajo de un pequeño y gran artesano que, con tan sólo seis películas, nos dejó su sello personal en una sinfonía emocional de celuloide.
Su admiración por David Lean le llevó a construir películas de cierto carácter grandilocuente, como es el caso de Cold Mountain y el mismo El paciente inglés, pero siempre desde la perspectiva existencial del hombre en lucha con el entorno y sí mismo. De la misma manera que le suele suceder al arte y a la vida, y en su sentido aproximado a Oscar Wilde, el arte de amar entra en conflicto con el hombre y Minghella, sirviéndose del aspecto trágico, nos seduce con la belleza emocional de su cinta. Un dedal es el objeto conductor, un dedal guardado en el silencio de un viaje de avioneta, el revelador de la verdad y el aniquilador del orgullo que somete al hombre, en muchas ocasiones, a olvidarse de la voluntad de amar. Esta es la argumentación de un paciente inglés que se reduce a la mayor tortura que puede experimentar su cuerpo trasnochado: su recuerdo. El recuerdo de un autor que nos dejó a la edad de 54 años y que nos legó una cinta clásica. Muy probablemente se verá en el futuro con la satisfacción que nos ofrece el acto de sentir.
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