No todos los días se conoce a un Premio Nobel. A gente extraordinaria sí, casi a diario, pero a personas a quienes les conceden un galardón internacional, a ésas se las conoce un par de veces en la vida, como mucho el equivalente a los dedos que alberga la palma de la mano, nada más.

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Fotograma de La fiesta del Chivo. – Copyright © 2005 Lolafilms y Future Films. Distribuida en España por Lolafilms y UIP. Todos los derechos reservados.

La mayor parte de las ocasiones, uno se encuentra por el camino a una persona que, con el tiempo, llega a encumbrarse en su disciplina, algo que, dicho sea de paso, da una inmensa sensación de potencialidad y de júbilo: todos podemos llegar a ser lo que nos propongamos en un futuro no muy lejano. Otras circunstancias precipitan que, quien uno consideraba de un talento extraordinario, acaba por sucumbir ante la vulgaridad (entendida no como algo mediocre sino meramente mundano), cayendo en el anonimato y la frecuente frustración las más de las veces. Cosas que tiene la vida. Conocí a Mario Vargas Llosa como mezcla de designio y casualidad. Aquel encuentro no obedecía a un plan premeditado, aunque reconozco haber fantaseado con conocerle desde hacía años, cuando siendo aún estudiante de Periodismo, revisaba La ciudad y los perros como culmen de la precisión narrativa. Qué poco aprendimos del juicio de Vargas Llosa cuantos sucumbimos a su prosa y a sus encantos. Cuantísimo más podríamos haber absorbido de su inmensa competencia.

Recuerdo la fecha en que nos encontramos porque, dada como soy al recuento numérico, me pareció la cumbre del rebuscamiento conocerle el 27 de septiembre de 2007, cuyos dígitos, tanto aislados en fracciones como sumados entre ellos, resultan todos 9. Aquel día pues, tan nono y tan marcado, acompañé a una buena amiga a visitar al actual Premio Nobel de Literatura, a quien ella conocía de lejos por haber sido su padre, el reputado artista peruano Manuel Aldana Ruíz, profesor de Artes Plásticas de Vargas Llosa, alguien que incluso llegó a realizar la escenografía de La huida del Inca, la que fuera primera obra teatral del autor. Así pues, acudía yo con la hija del creador costumbrista a la Fundación Juan March, atraída tanto por la figura del literato como la de su flamante entrevistador, mi admirado Juan Cruz, con quien no sólo comparto la reverencial querencia por el realizador Gonzalo Suárez, sino de quien admiro su curiosísimo sentido del humor, su voz inigualable y el particular modo con que vive la literatura.

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Fotograma de La fiesta del Chivo. – Copyright © 2005 Lolafilms y Future Films. Distribuida en España por Lolafilms y UIP. Todos los derechos reservados.

Fui, pues, a su encuentro, sin el ánimo expreso de llegar a departir con Vargas Llosa, su sola presencia resultaba para mí una estimulante satisfacción. Cuál fue mi sorpresa, no obstante, cuando el autor de La tía Julia y el escribidor se acercó a nosotras y, con rectitud de Catedrático aunque cercanía devota (a pesar de su declarado agnosticismo), nos hizo partícipes de su refinamiento sereno, de su tranquilo bienestar. Habló mucho y bien, haciendo caso omiso a la longitud olímpica que alcanzaba ya la hilera de invitados que clamaban por una firma estampada en la hoja inmaculada de sus ejemplares nuevos. El Premio Nobel esperó, nos embelesó; habló de concedernos una entrevista en Londres (que finalmente no pudo materializarse), y nos obsequió con un par de fotos. Nada parecía retenerle y, sin embargo, nada le separaba de nuestra conversación.  Años después, inmersa ya en mi tesis doctoral, recuerdo haber evocado aquel encuentro infinidad de veces, cuando entretenida en la historia del cine, me tocó revisitar la obra de Vargas Llosa a través del cine, visionando de seguido películas basadas en sus novelas. La mayor parte de los filmes son desiguales, aunque me quedo con el inmenso trasfondo y descarnada humanidad de Pantaleón y las visitadoras, del gran Francisco Lombardi; y la cruda La fiesta del Chivo (2006), de su primo y cuñado Luis Llosa.

No he vuelto a verle en mi vida e intuyo, no volveré a tener ocasión de saber de él. Las sorpresas que acontecen en nuestro devenir suelen surgir así, de improviso, y también de improviso de desvanecen. Al menos, y en eso he tenido suerte, tuve la ocasión de conocer de cerca a una de las personas que son, y que además tienen, lo que la generalidad de las personas no alcanzaremos jamás.

Tenía razón el siempre perspicaz Erich Fromm, cuando dogmatizaba que tener no equivale a ser. Es cierto. Siempre he creído que valemos más de lo que tenemos, y que somos más de lo que dicen. Quizá el hecho de tener un Nobel, como lo puede ser un Oscar, una Medalla de Oro, una Copa Volpi o un Goya, no sea la medida de valor de una persona; sin embargo, cuánto se agradece cuando las personas, como en este caso, demuestran ser más de lo que ganan, y merecen más de lo que tienen.

Enhorabuena, maestro Vargas Llosa.

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