Desde siempre, el vampiro ha sido uno de los grandes mitos del cine de terror. Desde la primera versión del Nosferatu de Murnau, pasando por el Drácula de Christopher Lee en las décadas de los 50 y 60 hasta la modernista Drácula 2001. Incluso Chiquito de la Calzada recurrió al mito del vampiro en su peculiar e inolvidable Brácula: Condemor II. Pero si una obra ha pasado a la historia como, posiblemente, la versión más fiel a la ideada por Bram Stoker a finales del siglo XIX fue la dirigida por Francis Ford Coppola. De hecho, encontramos esa pretensión de fidelidad hacia la novela incluso en el mismo título de la cinta.
Pero no es oro todo lo que reluce. Es cierto que, en líneas generales, la película respeta la trama básica del libro y muestra a todos los personajes ideados por Stoker. Así, en la cinta podemos ver como Jonathan Harker, un joven abogado inglés, viaja a Transilvania para asesorar a un extraño conde sobre una serie de posesiones que va a comprar en Londres. Allí, el Conde captura a Jonathan y pone rumbo a la capital británica para imponer su reinado de terror, llevándose por delante la vida de Lucy, la mejor amiga de Mina, y, posteriormente, intentado hacer lo mismo con Mina, la esposa de Jonathan. Pero, sobre esta base novelada, Coppola introduce un hilo conductor distinto: la relación amorosa entre Mina y el Conde Drácula. Un personaje que, en lugar del vampiro horrendo y repulsivo trazado por Stoker, Coppola presenta como un gentleman galante y atractivo. Una versión del vampiro demasiado romántica en el sentido más melodramático de la palabra. A esta visión contribuye principalmente el prólogo ideado por Coppola del cual no hay ninguna referencia en la novela. Es un planteamiento interesante en el que retrata al Conde Drácula como un hombre rebelado contra Dios por la pérdida de su amada que vaga durante varios siglos en su búsqueda hasta encontrarse con Mina. Este planteamiento no queda aquí, sino que, además, relaciona directamente el personaje de Drácula con el mito de Vlad Tepes, un príncipe valaco del siglo XV que pasó a la posterioridad por su extensa lista de torturas, mutilaciones, empalamientos y otras barrabasadas parecidas.
En la lista de deformaciones de la novela ideadas por Coppola también tiene un importante lugar el papel de Van Helsing. El fervoroso beato de Stoker que buscaba destruir al engendro termina convirtiéndose en un loco fanático religioso que ansía romper el amor entre Mina y Drácula. Incluso Renfield, el loco, cambia su origen ya que Coppola inventa una serie de actividades desempeñadas junto al Conde en Transilvania como desencadenantes de su locura. Aún así, estas libertades creativas de Coppola son pecata minuta si las comparamos con la relación entre Mina y Drácula, una idea que deforma la historia para hacerla más sentimental, romanticona y emocional. No tiene ningún sentido que ambos personajes intimen, vayan juntos al cinematógrafo, tomen copas de Absenta e, incluso, el Conde llegue a sustituir a Jonathan en el corazón de Mina. Es media hora de una historia de amor muy lacrimógena, incluso tierna, pero sin relación con la novela original. El problema es que, para introducir artificialmente esta historia, otras partes han quedado un tanto deslavazadas, encontrándose fragmentos que están tan sólo apuntados y resumidos a trazos muy gordos. Así, aquellos espectadores que no hayan leído el libro de Bram Stoker podrían ver carencias conceptuales e, incluso, tener problemas a la hora de relacionar esas escenas sueltas. Tras haberme despachado a gusto con el argumento, también debo despacharme a gusto con la fotografía y efectos sonoros aunque, en esta ocasión, en un sentido totalmente distinto. La fotografía del filme es espectacular. Da la impresión de que la apariencia importa más que la verdadera historia narrada en la cinta. El vestuario y el ambiente están perfectamente cuidados, ya sea para recrear el castillo histórico del Conde Drácula o las típicas casas victorianas del Londres del siglo XIX. A esta ambientación le complementa el magnífico uso que hace Coppola de las sombras, tanto para mostrar que Drácula no es humano como para sugerir su amenazadora presencia sobre el resto de protagonistas. No en vano la película obtuvo tres Oscar: el de mejor vestuario, mejor maquillaje y mejores efectos de sonido.
Esa es otra, el sonido. En primer lugar destaca la banda sonora, lúgubre, triste, como correspondería a un castillo abandonado en la montaña y habitado por un vampiro. Pero, junto a ella, se agradece el cuidado que se dio a la voz de Drácula, tanto en la versión original como en el doblaje. Es una voz sombría y grave (Gary Oldman bajó una octava su tono para darle una impresión más tétrica) aunada con un acento rumano que recalca su procedencia; un acento que también usa Van Helsing para demostrar su origen centroeuropeo. A pesar de esta excelencia visual y sonora, dentro del aspecto formal hay dos pequeños debes en el haber de Coppola ya que, en contadas ocasiones, abusa de grandes charcos y explosiones de sangre, un rojo elemento que es usado con mesura en el resto del filme. El otro debe es sólo parcial. Hay algunos momentos de sexo o lascivia gratuitos, como el apunte de beso lésbico entre Mina y Lucy o las relaciones sexuales que Drácula mantiene con ambas jóvenes. Eso sí, hay un momento sexual totalmente justificable en la película: el acoso de las tres vampiresas a Jonathan en Transilvania. A lo mejor no era necesario que aparecieran semidesnudas, pero se agradece ver a una joven Monica Bellucci en pleno esplendor en su primer trabajo en EE.UU. En cuanto al resto del elenco de actores, destacan sobremanera el trabajo de Gary Oldman, Anthony Hopkins y Winona Ryder. El resto del elenco masculino queda en un segundo lugar, siendo personajes muy planos y estereotipados, sin apenas desarrollar los rasgos descritos por Bram Stoker. Anthony Hopkins interpreta a la perfección su papel de loco católico perturbado, apuntando rasgos que perfeccionaría años después en El Silencio de los Corderos (basta con quitarle la faceta católica y convertirla en caníbal). Winona Ryder enriquece el personaje ideado por Stoker, demasiado plano y sumiso en la novela mientras que en la película descubre un universo de color y sensaciones que le plantea el galante Conde Drácula. Drácula, Gary Oldman, un perfecto gentleman procedente de Rumania o un abominable monstruo vampírico. Las dos caras del mito, una especie de Doctor Jekyll y Mr. Hyde del que sale vencedor el lado galán gracias al savoir faire de Oldman y el enfoque de Coppola.
Drácula: ese monstruo horrendo, abominable y odioso de Stoker. Drácula: el galán romántico, rebelde y atormentado de Coppola. Dos visiones distintas de un mismo personaje; amor y odio a la vez, como ocurre en la vida misma. ¿Y tú? ¿Con cuál de las dos caras de Drácula te quedarías?
Autor: Ángel Luis García
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