Un autor de culto suele vestir un traje doble, el cual le permite manifestar con la misma arrogancia la debilidad y la fortaleza del ser humano. Tan pronto es el “poderoso” como el leve vagabundo de la calle. Estos eran asuntos que esgrimían con la misma fiereza casi todos los autores de la Generación Perdida y que posteriormente, en el caso de James Jones en 1951, se refuerza por captar con aguda habilidad la psicología de los personajes. En su novela y película homónima de Zinnemann, De aquí a la Eternidad se confirma como una de las grandes películas clásicas de los iniciados años cincuenta con la excelente adaptación de Daniel Taradash (realizó Picnic en 1955).
Con ocho Oscar de la Academia se convierte en la ganadora de ese año e introduce un camino algo más angosto pero profundo para las nuevas ideas del cine de autor norteamericano. La puesta en escena y las interpretaciones de todos sus actores, comienzan a revelar nuevos aires dentro de los estudios cinematográficos. Aparte de su acertada adaptación, resaltando los aspectos psicológicos de los personajes guiados por un Monty Clift en “estado de gracia”, la película descubre un amplio recorrido hacia la subjetividad que en los años posteriores marcaría el cine europeo. Y es que en la cinta de Zinnemann hay mucho encubierto a través de la novela de un neorrealismo arquetípico, en este caso adentellado en el estamento militar y en un suceso histórico concreto: el bombardeo japonés de la base de Pearl Harbor. Neorrealismo que se enmascara por una censura que cubre casi todas las denuncias sociales de la época, incluyendo el auge de la femme fatale en el social consciente del espectador.
Resulta difícil imaginar a una Deborah Kerr cristiana de Quo Vadis en la piel de una solitaria insatisfecha y marcada por la triste soledad de su vida, en esa mítica escena en la playa, complicada de rodaje y esplendida en su diseño objetivo y subjetivo que además logro saltarse la censura con elogios y aplausos del público. La siempre eficiente y fotogénica Donna Reed se aposenta en la piel de Clift generando una pareja eterna romántica, de un broche final de escritura de Hemingway, con la idealización del héroe. De la misma manera que el mismo James Jones escribiera en La Delgada línea Roja: “Una delgada línea separa el heroísmo de la locura”. El mismo director afirmó que nunca hubiera conseguido la calidad y el éxito de la película sin Clift, el cual fue relegado del Oscar por la interpretación de William Holden en Traidor en el Infierno de Wilder. La llegada de Sinatra al redondo papel de Maggio (Oscar al mejor actor secundario) le supuso su relanzamiento hacia una filmografía intensa y acertada en los años cincuenta y principios de los sesenta. El contundente y eficiente Burt Lancaster cierra el cuadro de estrellas que construyó un filme que, eludiendo las nuevas técnicas, se asienta como una pieza clásica.
Pero a mi juicio, lo que envuelve la puesta en escena y las interpretaciones de los actores, es la clásica y estética cámara de unos de los mejores maestros de su profesión. Burnett Guffey quien fuera asistente de cámara de John Ford y director de fotografía para la Columbia, vela la cinta de Zinnemann en un improvisado y contrastado claroscuro con el simbolismo del negro y el blanco en estrecho maridaje con la función dramática de la película –evocación del cine negro en la escena de la lucha en el callejón entre Clift y Borgine-y además se establece una dimensión cronográfica entre las escenas subjetivas referentes a la psicología de los personajes y las escenas del campo militar con sus tareas propias del oficio de soldado, de ámbito más objetivo. Por ejemplo la historia de amor ilícito entre Lancaster y Deborah Kerr progresa al mismo tiempo que la luz de las mismas escenas. Se envuelven en las sombras y se aclaran con el paso de la historia a una disolución argumental sobre el problema que les atañe. Una cuestión que se suplió con la figura de Clift fue la del proceso reflexivo argumental de la cinta. La interpretación del actor tenía una carga sobresalientemente reflexiva e intensa y el uso lumínico para considerar este aspecto fue reducido prácticamente a la abstracción del rostro del actor para remarcar la enorme soledad que experimentaba en todos los procesos destructivos que posee la adaptación de la novela. Realmente no se puede teorizar el uso de la luz en la película porque diera la impresión que corresponde a una gran intuición por parte de su autor y del mismo director, quien cuidaba al máximo el tratamiento fotográfico que se ejercía sobre los actores.
En definitiva, De aquí a la Eternidad, se convierte en un referente obligado del cine clásico de los años cincuenta por su elaboración en la puesta en escena a través de la interpretación y la luz. Un autor que hacía cine por la emoción que despierta a través del poder del guión.
Deja un comentario