Admitámoslo, la familia marca. Lo hace para bien o para mal; nos influye en los aspectos que queremos y en los que no deseamos; nos marca incluso cuando no sabemos cuánto nos ha marcado. Tanto si sabes de dónde vienes como si no, la parentela establece la pauta de quiénes somos, en qué nos hemos convertido o cómo seremos el día de mañana. Esto sucede en casi todos los ámbitos de la vida y del saber, incluso en los más nimios, como la mano con que escribes, el tema sobre el que lo haces, los gustos en comida, cine y hasta televisión.

los mejores anios de nuestra vida en todos al cine
The best years of our lives (1946, William Wyler). Samuel Goldwyn Company. Distribuida por MGM Home Entertainment.

“Esa frase me recuerda a Porque te vi llorar”, comenta mi abuelo materno durante un trayecto en coche. “Yo he visto esa película -me apresuro a contestarle- es de 1941”. Durante un rato me mira incrédulo y termina por espetar: “no, no la has visto”. Ahora soy yo la que me quedo quieta, me da gracia que dude de ello: “sí, sí la he visto. Sucede en Covadonga”. Ante tal aseveración no puede sino rendirse: “pues sí, sí las has visto, ¿cuándo?”, me pregunta por diversión, no se sabe si receloso o convencido: “para la tesis vi cientos de títulos antiguos, algunos buenos y otros no tan buenos, como la película de Orduña”. Los dos nos quedamos callados, da igual la película que sea, a él le gusta hablar de cine, a mí también. “¿Y has visto alguna de Rafael Gil? -indaga con emoción-, a mí me gustaban las que protagonizaba Amparo Rivelles o Rafael Durán, qué grandes actores”. Le respondo que he visto casi por completo la filmografía de Gil y se sorprende o ya cada vez menos; también le explico que siempre he preferido como galán a Durán que a Alfredo Mayo. Atiende con sigilo. Sin embargo sé, porque es mi abuelo y además sibarita de fino paladar, que a él lo que le gusta es el cine americano de John Ford, de Howard Hawks, de Michael Curtiz o de Raoul Walsh, por no mencionar a Lang, Hitchcock, Wilder y Wyler. Qué sería de él sin Los mejores años de nuestra vida. Hablamos de ello recordando que el día anterior comenzamos la misma conversación viendo un western de Ford y la continuamos con Misión Imposible II. El gusto admite variadas texturas. A la tertulia se añade mi madre, su hija, y proseguimos el discurso con Jonathan Demme. Gajes de una familia cinéfila y una madre crítica de cine.

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The Hobbit: An unexpected journey. Copyright 2012 Warner Bros. Entertainment y Metro-Goldwyn-Mayer. Distribuida por Warner Bros Pictures International España. Todos los derechos reservados

Aparcamos por fin, y dejamos en stand by una conversación por fortuna nunca clausurada. Reservamos a Carol Reed y a King Vidor en el coche para encontrarnos con mi primo, de poco más de un lustro. Como siempre, me narra escenas de Spiderman, de los Cuatro fantásticos, de El señor de los anillos. “Le encanta el cine”, explica mi tío sabiendo que el comentario encierra la realidad insoslayable de que el niño es un calco exacto de su padre. “Vamos a ir a ver El Hobbit juntos”. “¿Así que El Hobbit, eh?”, le pregunto mientras me habla de otras películas, cintas que no ve porque no entiende y no le gustan. “No te gustan porque son violentas” le comento mientras caminamos sobre un suelo de gravilla con sonido a nieve cuajada. “¿Qué es violento?”, interpela parando en seco, auscultándome con esos ojos inmensos de quien tiene toda una vida de cine por descubrir. “Violento es cuando en una película la gente lucha y se hace daño”, le digo improvisando, a sabiendas de que los conceptos morales son complicados para un niño de seis años. “Pues a mí no me gusta lo violento”, me responde convencido. Nos quedamos en silencio mientras seguimos caminando. “Eso está bien”, le digo. Me sonríe, le sonrío. Vayamos a donde vayamos, sé que vamos por el buen camino.

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