Mares embravecidos, acantilados afilados, hombres con bombachos a cuadros y boina calada. Sus cervezas son pintas, sus prados los más verdes, sus mujeres aguerridas y su leyenda celta. Ningún director que se precie ha eludido retratar el país del cabello bermejo y las pecas, de las localidades portuarias, de las tabernas impronunciables. Irlanda está en el corazón del cine, y no porque con ella haya nacido gran parte de la caterva de realizadores que un día poblaron las pantallas y los sueños de medio mundo, sino porque su estilo, su aire retro y folk, siempre han dado un juego exquisito a quien sabía que las grandes historias nos se encuentran sólo en Nueva York.
Póster promocional de Tenías que ser tú. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
John Huston situó en su capital la reencarnación entristecida de Los muertos, de Joyce; difícil olvidar a Anjelica Huston tumbada sobre una cama llorando por una amistad perdida resguardada de los próceres en Dublineses. John Ford retornó a sus raíces para demostrarnos que la obstinación de una pelirroja irlandesa, grandiosa Maureen O´Hara, es inmune incluso al achaque desesperado de los compromisos maritales de John Wayne. Una dote es una dote nos repetía. Incluso José Luis Guerin volvió a la entrañable Innisfree para demostrarnos que, en parte, todos somos celtas.
A todos nos gusta Irlanda, lo sepamos o no. Su cine, al igual que su café, mezcla lo más amargo con una chispa de frenesí, de alivio, de espirituosa vitalidad. No está hecho con grandes medios, ni tampoco con narraciones que cambiarán el rumbo de la historia del cinema mundial, pero sí posee la hondura, el aroma y el poso del mejor sabor europeo. Veamos su receta.
Abundante café negro
Como premisa, es de recibo señalar que en los últimos años el cine irlandés se ha prodigado mucho y muy largo en la comedia, buena decisión si la industria no es boyante ni extensa. Abordan la comedia aunque el dilema al que se enfrenten no sea en absoluto baladí ni despreciable, material que abonaría el terreno para un cine lánguido y triste. Pero a pesar de la oscuridad, de su impertinente niebla y su lluvia, el cine irlandés es cómico, desde la vida a la muerte todo es susceptible de ser retratado con una veta burlesca, eso bien lo saben los irlandeses.
Se toman en serio el amor y por ello precisamente, a él han encomendado la mayor parte de su filmografía. Amor incluso por la vida, cuando ya no hay vida. Kirk Jones lo ilustró a la perfección en 1998 al presentar Despertando a Ned. Situada en Tulaigh Mhór (Tullymore), en una minúscula población de tan sólo 52 habitantes, esta vitriólica y sorpresiva historia nos acerca a la vida de dos ancianos, Jackie O’Shea (Ian Bannen) y Michael O’Sullivan (David Kelly), quienes descubren que el mayor premio de Lotería Nacional ha ido a caer en su pequeña aldea. Intrigados por conocer la identidad del ganador, sucesivas investigaciones les llevarán a dar con el afortunado, Ned Devine, quien yace muerto en su sillón con el recibo de lotería en la mano. De inmediato los octogenarios son conscientes de que el boleto ganador puede cambiar su vida, decidiendo tras muchos devaneos hacerse pasar por él, para obtener el premio. Sin embargo Ned, desconfiado ante todo, hizo firmar su billete para asegurarse de ser el legítimo ganador del premio, ante lo cual O´Sullivan y O´Shea han de convencer a todo el pueblo para que siga adelante con la farsa y les ayuden en su propósito. A cambio tan sólo una condición: el premio quedará dividido en 52 partes iguales. Cuando el inspector de Hacienda hace su aparición en el pequeño poblado –desternillante seña de identidad la de su Fiebre del Heno-, todos los vecinos sabrán que el momento de cambiar de vida ha llamado a su puerta. Una furgoneta desviada, una cabina telefónica y un gran acantilado, darán por finalizada una trama burlesca, entrañable pese a su aciago punto de arranque, e hilarante a pesar del inquebrantable fatum. Para el cine, lo amargo es siempre una inestimable base.
Whisky irlandés
El más reconocido es el de Escocia, pero en Irlanda también existe buen whisky de producción propia. De eso también darían fe los innumerables irlandeses que coparon con sus diligencias el oeste americano, de esos que igualmente protagonizaron Caravana de mujeres (1951, William A. Wellman), y que más tarde encontrarían su producción análoga en De profesión solteros (2000), realizada paradójicamente por una cineasta escocesa, Aileen Ritchie. Tal vez el whisky resulte más gustoso en coproducción.
Fotograma de De profesión solteros. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
Situada en Donegal, otra pequeña población marítima, en ella encontramos una situación muy explotada en el cine y que, pese a ello, no deja de resultar atrayente y estimulante, la de un grupo de solteros recalcitrantes que tras años de retiro tabernero poco espiritual, deciden poner un anuncio en la prensa para atraer hacia sí a mujeres foráneas, norteamericanas para más señas. Engatusados por el sueño americano, y crédulos con la idea de que en toda mujer extranjera una pin up de revista, el equipo capitaneado por Ian Hart (Kieran), Sean McGinley y Ewan Stewart (Pat), rogará al cielo y a través de la megafonía dominical que las mujeres de su vida lleguen a Donegal con un plan de futuro bajo el brazo, sin atisbar si quiera de refilón que sus conciudadanas, hastiadas de su bizquera y su falta de tino, también aspiran a algo más. Bajo la consigna “si te gusta la lluvia, el viento, la cerveza sin fuerza y los tíos que están siempre pegándose y lamentándose”, las mujeres de Donegal serán de armas tomar, entre otros motivos porque alguien había de tomarlas. Así el idilio amoroso de un pastor, un carnicero, un barman, un sacerdote y un rockero, quedará en agua de borrajas cuando sean conscientes de que cuando se deja de buscar el amor, es él el que te encuentra. Incluso en un paraje perdido y recóndito como Donegal.
Azúcar, mucha azúcar
Y hele aquí que, como toda bebida hot toddy, el toque dulce no podía faltar en nuestra receta. Y en el cine, esto es certeza matemática, el dulzor siempre lo aporta el amor. Amor a la irlandesa en este caso, aunque su director sea tailandés, hijo de hindú y alemana, y la protagonista de la cinta haya nacido en Vicenza. Todos somos irlandeses a fin de cuentas.
El filme se titula Tenías que ser tú (2010), y en él Anand Tucker nos invita a conocer la vida de Anna (Amy Adams), una joven de Boston que cansada de que su pareja no le pida matrimonio, se hace eco de una tradición muy irish que expresa la posibilidad de que el 29 de febrero de los años bisiestos, las mujeres pueden declararse a sus parejas sin que recibir una negativa por respuesta. Así tomará vuelo a Irlanda y, tras una serie de incidentes nada fortuitos, llegará a un pueblo costero de nombre imposible donde se verá obligada a alojarse. Allí conocerá a Declan (Mathew Goode), un tabernero con semejantes talentos al mesero de Irma la dulce, quien no sólo hospedará a Anna en su hostal, sino que se ofrecerá a llevarla a Dublín a cambio de una cuantiosa suma pecuniaria. Huelga decir que sus malas formas, su rudeza, su brusquedad y su descortesía no sólo irán en aumento, sino que paradójicamente la atracción que Anna sentirá por él también padecerá un irremediable crescendo.
Dos centímetros de nata
Hemos conocido a difuntos que legan para sus convecinos sumas multimillonarias; hombres desesperados que buscan el amor, y mujeres que sin buscarlo, acaban encontrándolo. Todo ello en un marco inconfundible repleto de verdín, de olor a salitre, de borrascas incontrolables, y de humor, mucho humor.
Tal vez el irlandés no sea el cine por excelencia, si bien podemos señalar que es excelente por principio. Para el recuerdo quedan imborrables títulos como En el nombre del padre, Verónica Guerin, Michael Collins, Los mandamientos o El viento que agita la cebada; aunque si hay que elegir la cinta más aclamada y reconocida, quizá la más paradigmática, ésa sea The Snapper, una película que, como todas las demás, demuestra que todo, incluso lo más amargo, es más dulce cuando se toma con café irlandés.
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