Una comedia menor según algunos escritores cinematográficos. Un retrato de la sociedad americana de los mediados sesenta. Donde el ámbito bélico vuelve a estar presente en la conciencia a través del Vietnam. Wilder, retratista de las debilidades del ser humano -sociólogo desgastado- nos vuelve a sorprender con la configuración del temor. Todos los miedos del hombre útil a la sociedad, pero inútil para sí mismo, afloran en este Bésame tonto, tal como sucediera en El Apartamento (1960) o en Irma la Dulce (1963).
Con una sensual Kim Novak, quien ya fuera poética en Pushover (1954), Picnic (1955), Vértigo (1958), vuelve al verso existencial en ese personaje de la mujer arrastrada por su fatalidad que aspira a tener su momento de gloria. A sentirse deseada desde la dignidad y querida como cualquier esposa americana acogida al abrigo de la falsa economía del bienestar. Una película poco propicia para crear hogar. Pero la cinta se desvela como una sesión en el sillón del doctor Freud, mostrando la dualidad de ángel y demonio. La mujer de Jack Lemmon, Felicia Farr, es más real y menos poética que el propio escote de Kim Novak en el filme. Le da a su marido lo que no está dispuesta a vender. Al final de la cinta se dispone a vender en los brazos de Dean Martin. La puesta en escena de Wilder levantó ampollas entre las clases más conservadoras de la sociedad y la Iglesia Católica calificó la película de atentado contra la moral cristiana.
El artesano iconográfico de la ironía sagaz en el personaje de un Dino, sinvergüenza y vividor (Dean Martin), rellena el guión en su justo contrapunto a cuestiones tan actuales como la competitividad, el precio de la fama o la inocencia perdida por los valores más utilitaristas del dinero. Es un canto del cisne a esa jungla ambigua reflejada en Las Vegas, donde se mezclan artistas, políticos, mafiosos, meretrices y doncellas de diversas calañas. Hasta el repartidor de leche matutino se nos antoja un fraude. Ante la mirada atenta de Beethoven impreso en el pecho de un ciudadano trazado desde las obsesiones de un Shakespeare. Sus celos son la comicidad de la propia hipocresía. Aunque como dijo San Agustín, “el que no tiene celos no está enamorado”. De una profunda locura gestada en las débiles notas de un imberbe aprendiz de la Para Elisa. Desafiando a la censura de aquellos años, Wilder y el texto de Diamond se constituyen con una crítica voraz sexual. Ray Watson en el papel de Orville J. Spooner resulta más patético que el propio ataque al corazón que sufrió Peter Sellers a las cuatro semanas de rodaje. Motivo por el cual abandono el mismo y fue sustituido por Ray.
Pero desde el inicio se vislumbra el trago ácido del director austrohúngaro. El pueblo destartalado –porque para definir una ciudad hay que saber cómo son sus burdeles- se llama Clímax. La prostituta es una bomba y Orville es un aficionado marido con guapa «mujer florero» en casa, quien no sabe muy bien cómo regar la planta, porque como dijera Woody Allen “el sexo solo es sucio si se hace bien”. Todos los personajes quedan en manos de Dino, playboy periclitado hasta las notas más profundas de su música almibarada por su voz de crooner “pasado de rosca”. Hasta los Beatles triunfan cuando el Rat Pack está sufriendo sus últimos coletazos. Hasta el más pintado queda subyugado por un maniquí evocador de un deseo apagado y mitigado por el ansia de triunfo y reconocimiento como autor musical. Porque como dijera Monroe, “el sexo forma parte de la naturaleza y yo me llevo muy bien con la naturaleza”. Esa naturaleza desvencijada en la parte trasera de un bar de alterne, con una caravana cuyo huésped es un pájaro parlante que ve la tele y se llama Shakespeare. Solo por esta ocurrencia la cinta debería estar en el alma del cinéfilo de pro.
Pero la fotografía oscura y clásica de Joseph LaShelle -ganador del Oscar en Laura (1944)- convierte toda esta injuria social inadmisible para el ciudadano medio, en una metáfora poética de los anhelos de una mujer de buen corazón pero explosivas caderas. Mujeres que se intercambian los papeles pero que nunca aceptan la despiadada actitud de una madre posesiva que solo piensa en el poder material como vehículo para conseguir la felicidad de su hija. Reclinada en la hamaca de su terraza. Vidas al borde del desierto de Nevada. Buscando su hueco para existir, como hiciera Huston en su mítica Vidas Rebeldes en 1960.
Al trasnochado Dean Martin le salen competidores con esa canción de nombre ‘Sofía’. Más ironía si tenemos en cuenta que de alguna forma se hace referencia a la filosofía y, en definitiva, el narrador de tramas psicológicamente sociales –a la manera de un Fellini- nos brinda una “tontería” según la crítica y una falaz idea del hogar según el espectador. El resultado es una obra satírica a la altura de un Oscar Wilde. Al descomponer sus dudas sobre la propia vida, Wilder nos pregunta en el minuto uno de qué nos reímos. Unos camareros que se jactan ante la mirada inexpresiva de otro que no entiende dónde está la gracia de los malos y pasado chistes de Dino en Las Vegas. Ficción medieval que recrimina al hombre inexistente. Como si fuera diseccionado por su mismo trovador que lleva dentro. De ahí ese título final: Bésame tonto. Wilder estaba obsesionado por dotar a sus personajes de un halo interesante para el espectador. De ahí que escriba pensando en la cámara, porque esta tiene que captar esa esencia de importancia que busca en sus actores. Quizás con Marilyn lo tuvo más difícil pero con Novak fue más fácil. Los expresivos ojos de mujer dionisíaca y piel de cordero se deslizan por el salón de esa casa de madera, edulcorada con la elegancia de un piano y las camisetas impresas con los rostros de un genio compositor. Una vez más las cenas diseñadas en la puesta en escena del director son un artilugio eficaz a la manera de Lubitsch. Tan solo un pretexto ridículo como una servilleta que se cae al suelo sirve de motor para desarrollar una gran idea sobre los apetitos sexuales de la mujer americana de aquellos años.
Wilder definió su Bésame Tonto como una película muy mala y, aunque hay editores y críticos que afirman que el Wilder de Diamond dista mucho del director en su época de maridaje con Charles Brackett, el verso cinéfilo del autor se deja sentir en el contexto actual, donde la argumentación cinematográfica ha descendido su tono intelectual y las comedias del siglo XXI parecen hermanas pequeñas al lado de esta denostada cinta de Wilder. Al año siguiente rodaría En bandeja de Plata y muy probablemente resarció sus malestares de aquel Clímax bajo la atenta mirada del contoneo de la señorita Novak.
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