Dirección: Alejandro G. Iñárritu.
Países: México y España.
Año: 2010.
Duración: 148 min.
Género: Drama.
Interpretación: Javier Bardem (Uxbal), Maricel Álvarez (Marambra), Eduard Fernández (Tito), Diaryatou Daff (Igé), Cheng Tai Shen (Hai), Luo Jin (Liwei), Rubén Ochandiano (Zanc), Hanaa Bouchaib (Ana), Guillermo Estrella (Mateo), Cheick Ndiaye (Ekweme), Karra Elejalde (Mendoza).
Guión: Alejandro G. Iñárritu, Armando Bo y Nicolás Giacobone; basado en un argumento de Alejandro G. Iñárritu.
Producción: Alejandro G. Iñárritu, Fernando Bovaira y Jon Kilik.
Música: Gustavo Santaolalla.
Fotografía: Rodrigo Prieto.
Montaje: Stephen Mirrione.
Diseño de producción: Brigitte Broch.
Vestuario: Paco Delgado.
Distribuidora: Universal Pictures International Spain.
Estreno en México: 22 Octubre 2010.
Estreno en España: 3 Diciembre 2010.
No recomendada para menores de 12 años.
No se puede definir lo indefinible. Como mucho podremos aproximarnos a su realidad, aunque nunca lleguemos a obtener certeza alguna respecto a lo que especificamos. Sólo un acercamiento, un apunte, un retrato, no más. El mundo que ahora nos trae González Iñárritu pertenece, sin ninguna duda, al universo sórdido ajeno tan quebradizo como peligroso, tan agudo como punzante. Adentrarnos en la cosmología fílmica de González Iñárritu es, a la postre, un ejercicio de autoflagelación necesaria, de práctica dolorosa al más puro estilo de Herr Leopold von Sacher-Masoch, puro padecimiento. Y no porque nos encontremos ante un autor que se solace con la violencia o el malestar ajeno; ni tampoco porque Iñárritu pretenda dar lecciones de moral al bienpensante, más bien al contrio, Iñárritu nos presenta con frialdad documental un mundo, el del lumpen, agazapado tras los decorados dramáticos de las grandes urbes, las bambalinas que no favorecen en la fotografía, los desperfectos que han quedado atrás en una sociedad injusta.
Eso sí, a estas alturas no negaremos al realizador mexicano su talento de prestidigitador, de apuntador incorregible, de soplón más que de confidente. Porque en las manos de Iñárritu el tiempo cobra un ritmo paralelo, el de una cotidianeidad de extrarradio, de trasgresión y de delirio. Lo hizo con el descenso a los infiernos que fue Amores perros, y aún más en sus profundas 21 gramos y Babel. Con Biutiful, el cineasta encuentra su golpe de efecto en uno de sus personajes mejor compuestos, Uxbal (Javier Bardem), un padre de familia que ha sobrevivido a la rotundidad de las calles barcelonesas para enfrentarse al mal mayúsculo que supone una metástasis terminal. Sentenciado a seis meses de vida, Uxbal comenzará su particular forcejeo con el cáncer, preparando su (por otro lado muy coixetiana) vida sin él, intentando dejar a sus hijos Ana (Hanaa Bouchaib) y Mateo (Guillermo Estrella), en condiciones de mínima dignidad. Aunque intente dar una segunda oportunidad a su mujer Marambra (Maricel Álvarez), enferma bipolar, tremendamente inestable y tendente a embriaguez, Uxbal acabará recurriendo a los más insospechados personajes para que se hagan cargo de sus desventurados hijos, felices pese a todo en su miseria, esperanzados y con ánimo suficiente para llevar con tenacidad su lastimera vida. Si al drama que de por sí supone el certificado de defunción con previo aviso, se le añade la capacidad extrasensorial de Uxbal para percibir los mensajes postreros de los difuntos, así como la irresponsabilidad e ingratitud de su hermano Tito (Eduard Fernández), concluimos que las situaciones al límite a las que Iñárritu nos tiene acostumbrados, no han hecho sino comenzar en Biutiful.
Dicho esto, no podemos soslayar dos realidades yuxtapuestas que contribuyen, y mucho, a dar el toque característico que encontramos en Biutiful, y no así en anteriores títulos del cineasta. La primera, la tensión focalizada en un único protagonista, contrario a la dispersión radial tan profusa y personal de sus primeras producciones. Aunque pueda dar impresión de liviandad, el personaje de Uxbal viene a suplir en profundidad lo que en cintas anteriores se ocupaba en extensión (y distensión). Por otro lado, la cotidianeidad de la historia nos aleja de presupuestos teóricos o situaciones inverosímiles, dándonos de lleno con una realidad cortante, afilada e inclemente. Huelga decir que la actuación de Javier Bardem no sólo da categoría sólida a una cinta tensa pero mejorable, sino que es el máximo aliciente, protagonista, secundario y extra de este monólogo vital, que sólo cobra y rebosa humanidad a través de los ojos del intérprete español.
Una obra de severo realismo mágico, de honda tristeza y de esperanza mezclada con ribetes de aridez, en ocasiones forzada y hasta tramposa, que encuentra su pulso y su máxima expresión en un Bardem adulto y potente, de personalidad y talento infinitos, capaz de compensar un argumento que abusa de la desgracia como sólo podría suceder en la vida misma. Tan agónica y desgraciada que no es verosímil por ser tan real.
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