Enamorarse de una película de animación es sencillo si, al artificio fílmico inherente a toda producción cinematográfica, se le añade la sensibilidad y la emoción que le imprime a sus obras el Studio Ghibli. Desde que en 1984 Hayao Miyazaki fundase junto con Isao Takahata esta célebre productora, la fascinación por la imagen animada no ha hecho más que acrecentarse en un público cada vez más volcado en el anime. Todo comenzó en el seno de la revista Animage, donde en 1982 Miyazaki publicó Nausicaä del Valle del Viento, un manga que pronto alcanzó gran popularidad y que despertó el interés del animador por su adaptación cinematográfica. Arengado por su compañero, ambos unieron sus esfuerzos en Ghibli, un estudio que se ha mantenido desde 1985 y que hasta el abandono de Miyazaki en 2013, había constituido un referente de la animación japonesa. Películas como Nicky, la aprendiz de bruja (1989), La princesa Mononoke (1997), El viaje de Chihiro (2001) o El viento se levanta (2013) forman parte no solo del universo creativo japonés, sino sobre todo del acerbo cultural de una generación que ha crecido con una cinematografía de animación radicalmente diferente a la imperante.
Arriety y el mundo de los diminutos (2010) es uno de esos títulos que, sin formar parte del núcleo más reconocido y premiado del Studio Ghibli, sí muestra su exquisito tratamiento estético y su transfondo ético. Dirigida por Hiromasa Yonebayashi, la que fue su opera prima estuvo basada en la novela de Mary Norton The Borrowers (1952), la cual tuvo cuatro secuelas y dio lugar, además de diversas películas, a la archiconocida serie televisiva Los diminutos (1986). La autora, cuyas novelas The Magic Bed-Knob (1943) y Bonfires and Broomsticks (1945) fueron basamento de La bruja novata (1971), nos trae en The Borrowers la historia de una familia peculiar que habita en las viviendas de los seres humanos. Para todos aquellos que crecieron deseando que en los resquicios de los rodapiés, en sus paredes y en sus suelos vivieran seres de reducido tamaño, Arrietty entrega todas las dosis de fantasía hilvanadas con un toque de indescriptible humanidad.
La película nos adentra en la vida de la familia Clock, compuesta por Arrietty, una niña de catorce años y sus padres. Su día a día consiste en conseguir sustento tomando “prestado” aquello que los humanos, dueños de la casa en la que habitan, no necesitan. Botones, dedales, sellos y tapones forman parte del mobiliario de los borrowers, sin que nadie haya percibido su ausencia. Más complicada es la incursión de los diminutos en la cocina, donde se encuentran bayas, semillas y terrones de azúcar, base fundamental de su alimentación. Arrietty siempre se había mantenido al margen de estas expediciones, hasta que un día su padre decide que ya es suficientemente mayor para buscar víveres. En su primera travesía al mundo exterior Arrietty se siente fascinada por lo que le rodea, tan inmenso, tan nuevo. Pero el atractivo se transforma en peligro cuando Shawn, un adolescente humano, descubre a Arrietty en su mesita de noche.
Ambos personajes, los dos niños y los dos distantes, se sienten seducidos por la idea de establecer una amistad. La pasión de esa unión, dispuesta a romper toda barrera, empuja a los adolescentes a infringir toda norma, sabiendo que preservar su amistad y el anonimato de los borrowers es condición ineludible para el mantenimiento de su modo de vida. Arrietty descubre que Shawn está enfermo, su corazón le ha fallado y por ello yace convaleciente. Shawn necesita a la pequeña. Por su parte, Arrietty está cansada de un mundo que le hace sentir minúscula, máxime cuando su alma aventurera le empuja a experimentar y descubrir más y más, algo que solo puede conseguir al lado de Shawn. Esa necesidad mutua, convertida en compromiso férreo, se ve vulnerada cuando la verdad se impone y los humanos descubren a los borrowers. Es entonces cuando el mundo idílico que ambos habían construido entra en conflicto con la realidad.
Inconmensurable película portadora de valores éticos de primer orden como la solidaridad y la cooperación, su belleza visual solo es comparable con el apacible ritmo de su banda sonora, especialmente patente en “Arrietty’s Song” Leitmotiv de toda la película y espectacular en la voz de Cécile Corbel.
Una ocasión única para huir de los códigos cinematográficos al uso, para dejarse engatusar y, por qué no, arrastrar por la fuerza visual de una película hermosa que nos devuelve el candor infantil aderezado con la maestría de los adultos. Para todos aquellos que, como Mary Norton, Hiromasa Yonebayashi y el propio Hayao Miyazaki, siempre estuvieron dispuestos a creer.
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