Dentro de la actual vorágine de películas repletas de efectos especiales hasta la extenuación, se agradece de vez en cuando volver a ver clásicos del terror como Al final de la escalera. Una película limpia, que no necesita de grandes explosiones, regueros de sangre o monstruos sobrehumanos para crear pánico en el espectador. No, a Peter Medak le basta con la inteligencia para sobrecoger al público en una película de terror encuadrada dentro del género de las casas encantadas, aunque no de una manera estricta ya que, además del terror propiamente dicho, la película bebe de fuentes policíacas, interrelacionando la historia de sucesos extraños con la investigación de un posible asesinato, dos tramas distintas que se van uniendo hasta convertirse en una sola.
La película arranca con un famoso compositor atormentado por la trágica pérdida de su mujer y su hija. Tratando de huir de su dolor se marcha a otra ciudad donde alquila una impresionante mansión que llevaba doce años sin ser habitada. Por algo será… En principio su estancia allí era muy agradable pero, con el paso de los días, pronto comienza a notar las ligeras incomodidades que tiene cualquier casa encantada: luces que se encienden, grifos que se abren, puertas que se cierran, sonidos extraños… La rutina de cualquier caserón encantado. El siguiente paso en el discurrir lógico de una casa encantada es encontrar un cuarto o habitación secreta, en esta ocasión la habitación de un niño pequeño cuya entrada estaba tapiada… al final de la escalera. Tras una sesión con una médium, pronto quedará aclarado que el niño que vivía en aquella habitación es el espíritu presente en esa casa. Podría parecer que el director había puesto muy pronto las cartas sobre la mesa, ya que en ese punto aún falta una hora de metraje. Pero una vez identificada la causa de los sucesos extraños, la trama de terror pasa a un segundo plano y se enlaza con la vertiente policíaca que dota a la película de otro cariz, una intriga muy bien llevada y que no es solventada hasta el mismo desenlace, cuando se consigue averiguar qué hace ese niño ahí y qué es lo que quería. Al final, como suele ocurrir en esta vida, veremos como el dinero se encuentra por encima de todo y es la causa de todos los males, el vil metal, ese poderoso caballero que diría Quevedo…
Uno de los secretos de esta película es precisamente esa trama policíaca que da otro aire al filme y reoxigena el género de las casas encantadas mostrando una vertiente distinta que relaja un tanto la tensión de la película y le da una originalidad y frescura de la que carecen otras cintas. Aunque, quizá, la mayor virtud del filme sea la mesura y normalidad del director a la hora de reflejar la historia. En vez de apelar a historias surrealistas y grandes efectos especiales, Medak prefiere la naturalidad, crear miedo de manera normal con objetos que forman parte de la cotidianidad. ¿Quién podría decir que una simple pelota roja y blanca que baja botando por unas escaleras puede causar el pánico en el espectador? Al final de la escalera lo consigue. Es el triunfo de la sugestión frente a lo explícito. Insinúa pero no muestra. Sería, en un símil un tanto disparatado, la diferencia entre erotismo y porno. Al final de la escalera sería una de las cimas del “erotismo terrorífico”: durante todo momento insinúa distintos problemas y traumas pero trata de mantenerlos ocultos, sin desvelar todos los ases de una vez, creando una incertidumbre en la que crees tener frente a ti todos los cabos de la película pero sin saber muy bien cómo enlazarlos entre sí. Esta postura transparente, sin intentar engañar al espectador, tan sólo apelando a su inteligencia, contrasta con el cine de terror actual en el que, en muchas ocasiones, se descubre el argumento de la cinta y toda la base narrativa nada más comenzar, por lo que el único recurso que queda para crear intriga es la oscuridad. Una pantalla en negro, ocultar las cosas al espectador, apagar literalmente su percepción en vez de jugar en el terreno de la sugestión e inteligencia. Un recurso un tanto zafio, al que Medak no recurrió más que en las ocasiones estrictamente necesarias y nunca para ocultar la realidad, sino como un simple recurso más.
A estas pretensiones limpias también colaboran los actores, creíbles, perfectamente engarzados en la trama y sin sobresalir de la misma, sin grandes estridencias que distraigan la atención de la historia principal. En este sentido destacan especialmente los dos alter ego masculinos de la historia. George C. Scott en su papel de compositor atormentado que, en vez de huir de esa casa maldita trata de luchar por desvelar el misterio que tanto tiempo ha habitado en ella. Frente a él y enfrentado a él, Melvyn Douglas, un anciano de aspecto un tanto decrépito pero que, como todo político o ejecutivo maduro guarda una fuerza y dureza interior de la que hará gala en la recta final de la historia. Un final, por cierto, con demasiados fuegos artificiales, algo que contrasta con la sobriedad de la que hace gala el resto de la película; pero todo se puede perdonar, Peter Medak también tenía derecho a usar un poco de pólvora, ¿no?
Autor: Ángel Luis García
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