Poema trágico o experiencia visual, Dolls (2002) es, seguramente, la mezcla perfecta entre lo que se percibe, se siente y se teme. Una representación de bunraku, el teatro de marionetas tradicional japonés, sirve de comienzo para una de las cintas paradigmáticas de Takeshi Kitano, en la que la violencia, el azar y la imagen se unen para dar forma a un drama en tres segmentos.
Tres parejas, tres etapas distintas, tres experiencias repletas de fuerza y de melancolía. Los muñecos de Ningyō jōruri inician la historia de dos amantes errantes, Matsumono (Hidetoshi Nishijima) y Sawako (Miho Kanno). Hace tiempo ambos estuvieron prometidos y su felicidad era completa, una situación que se vio truncada cuando Matsumono abandonó a Sawako antes de la boda. El hecho de que su posición social se viera mejorada por un nuevo y provechoso matrimonio, hizo que dejara a la joven, haciendo que esta se sumiese en una profunda depresión que derivó en intento de suicidio primero, y en ostracismo después. Cuando Matsumono conoce el estado de Sawako, se embarca en la quimérica tarea de devolverle a la vida, sacándola del hospital psiquiátrico donde se encuentra y recorriendo unidos (en sentido literal, atados con una cuerda) los escenarios que significaron algo en su pasado.
La segunda historia nos conduce al pasado, momento en que Haruna (Kyoko Fukada) gozaba de popularidad como joven cantante. A los conciertos de la artista llegaban cientos de admiradores, siendo constante la presencia de Nukui (Tsutomu Takeshige), su devoto seguidor. No obstante, un repentino accidente de tráfico acaba con la carrera de Haruna, deformándole el rostro y arrebatándole su espíritu. A partir de entonces Haruna huye de sí misma y del mundo, negándose a ver y ser vista. Su obsesión porque ningún amigo o conocido pretéritos vean su nueva fisionomía empuja a Nukui a cortar sus globos oculares en un buñueliano sacrificio por la intérprete. Cuando llega a su vera, la abnegación de Nukui conmueve a Haruna, quien acepta que el joven se acerque a ella.
En último lugar Hiro (Tatsuya Mihashi), es un anciano que recuerda entre lamentos haber perdido a la mujer de su vida. Cuando eran jóvenes, tanto él como su novia (Chieko Matsubara) tomaban cada sábado la comida que ella preparaba. El ritual comenzaba en el mismo parque, en el mismo banco. Allí se amaron y allí tuvieron que separarse cuando él, despedido de su empresa, decide ingresar en la yakuza para salir adelante. Pero ella siguió esperando, sábado tras sábado, en el banco de aquel parque. Ahora que ambos son mayores, que ha pasado toda una vida entre aquel recuerdo y el presente, Hiro decide recuperar el tiempo perdido, sentándose con ella en el banco y tomando su comida pendiente.
Estas tres historias, que se acercan apresuradas al camino de la redención, no encuentran un desenlace optimista, ya hemos dicho que se trata de una tragedia. Si bien cada personaje es consciente de sus errores, también lo es que el demiurgo Kitano no permite que completen su tarea, imprimiendo a cada historia de ese toque realista y amargo que le caracteriza, siempre esperando el enviste del azar con sus inesperadas venturas o desventuras. Por ello Dolls no es la más tragicómica de todas sus tragedias, sin duda el poso de esta es mucho más árido y menos esperanzador. El gran acierto de la película es, indudablemente, el mimo con que cuida la fotografía, una imagen límpida, efectista, artificial dentro de su naturalismo y minimalista, algo a lo que nos tiene muy acostumbrados Kitano.
El montaje, a cargo del propio cineasta como la dirección, la producción y el guion, insiste en los planos fijos, estáticos, que nos recuerdan el paso del tiempo y su implacabilidad. Pero nada de la construcción fílmica, ni los rasgos líricos, los rostros impávidos de sus protagonistas ni la belleza de sus paisajes, pueden hacernos olvidar que se trata de una cinta de Takeshi Kitano y que, por lo tanto, la hemoglobina y sus estragos son de introducción obligada. Porque Kitano es, ante todo, un jaguar cinematográfico, capaz de esperar quieto y agazapado a que el espectador se acomode en su asiento, para saltar sobre su conciencia, azuzarla y perturbarla.
Un festín visual y, en cierto sentido, emocional que, cuando menos, hace replantearse la violencia que subyace a una vida que, en la superficie, se presenta inmóvil y paralizada.
Deja un comentario