Billy Wilder era un creador cinematográfico que disfrutaba mostrando en sus películas el lado más irónico de la vida, elaborando una crítica existencial sobre el comportamiento de los individuos. Incluso en sus comedias, a la manera de la clásica screwball comedy, como es el caso de su película Some like it hot (Con faldas y a lo loco) de 1959, persiste esta intención argumental y emocional.
Cuando filma un año después El apartamento, Wilder retrata la ciudad de Nueva York, esa gran manzana aglomerada de vidas humanas, donde las existencias transcurren entre el anonimato de la soledad y el “ruido” de la ciudad. El ruido es lo que retrata Wilder, precisamente, como elemento distorsionador entre los sentimientos, las necesidades vitales y la lucha del poder entre los más favorecidos socialmente y los menos agraciados profesionalmente. A través de las ambiciones de un hombre sencillo, en una compañía de seguros en Manhattan, soltero, que presta su apartamento a su jefe para sus aventuras amorosas, pensando así poder prosperar, cambia su existencia cuando se enamora de una de las amantes de su jefe. Es el ruido que tiene un hombrecillo (Jack Lemmon) metido en la cabeza, cuando se da cuenta que el oficio de alcahuete que le ayuda a ascender dentro de la empresa, se queda reducido a cenizas ante la ausencia en su vida de una mujer (Shirley MacLaine), asunto recurrente en la filmografía de Wilder: la redención de los personajes por el amor.
En los años sesenta, Nueva York es el centro neurálgico del comercio y las finanzas del mundo. El mundo empresarial y económico se ha establecido en sus calles como un coloso a la puerta de un puerto, y el éxito humano depende en gran medida del logro americano de abarcar riqueza y poder, anhelos que se reflejaban explícitamente en autores como John O’Hara y su novela From the Terrace (Desde la terraza) . Los cinco barrios que componen la ciudad de Nueva York dan una muestra de la diversidad y distintos comportamientos humanos, la distinción de las clases sociales y la figura del ejecutivo como arquetipo de hombre de éxito. Esta confrontación social, amasada desde la perspectiva de la falsa sociedad del bienestar, asunto que Galbraith ya denunció como una sociedad generadora de pobreza espiritual, es el contexto crítico de la película de referencia. Desde el boceto de Wilder, el poder del ejecutivo, la desolación del empleado, injustamente tratado, y la sencillez e inocencia de una ascensorista, componen un patético cuadro expresionista de enorme angustia vital, donde los abusos de poder de unos destruyen las esperanzas en el sentido más estricto. Ese magnífico plano de la oficina con las mesas en hilera, donde todos los seres humanos se igualan, y miran y piensan bajo la perspectiva del que manda, quien no duda en arrebatar la esperanza de sus empleados .
Desde la creatividad, Wilder elabora un cuadro humano dentro de una ciudad con problemas económicos, desigualdades –recordemos que la ciudad experimentó en los años sesenta un incremento de los comportamientos delictivos y racistas- y en definitiva un sentimiento de desolación donde la vida pareciera que no tenía ningún sentido, salvo responder a la producción que imponía el sistema capitalista. Es curioso como la arquitectura urbana de la película realza los elementos distorsionadores de la existencia. Diera la impresión que los personajes fueran a escapar hacia esas agujas que se elevan al cielo, los rascacielos que simbolizan un falso poder y que, curiosamente, se emplean en sentido contrario si tenemos en cuenta los suicidios que se producían en la ciudad al tirarse desde lo alto de los mismos. Son diferencias, ese espíritu de contrarios que Wilder relata con certero ojo de cámara y donde el jefe necesita al empleado para sus asuntos sucios, esa sensación de pertenencia a alguien a quien no admiras ni deseas lo más mínimo. Jack Lemmon sólo envidia de su jefe, en la evolución de la cinta, el supuesto amor que puede conseguir gracias a su poder. La misma simbología que utiliza para expresar el mayor pesar vital en una ciudad que acapara las mayores empresas del mundo y, en teoría, los mayores sueños de cualquier americano medio. Los sueños de ella (MacLaine) son los sueños del empleado, y ambos son utilizados como metáfora redentora de la falta de sentido ético en el caminar diario de los que dirigen la empresa.
Pero quizás el mayor acierto de Wilder sea introducir un contexto crítico histórico en el análisis de la alienación del individuo. Sobre este aspecto, ya sabía Fritz Lang cuando realiza Metropolis en 1927. El hombre máquina, de la ciencia ficción de Lang, se traslada a la gran manzana, con unos intereses distintos y la esperanza de formar parte del sistema del bienestar pero, en definitiva, el proceso de alienación del ser humano se produce de igual manera. Es realmente emotivo el planteamiento final de Wilder, donde los protagonistas recapacitan y deciden escapar de la suciedad que envuelve esos sueños iniciales en el filme. Creo que lo más demoledor de la película es su actual representación en los modelos existenciales del siglo XXI. Si de la cinta de Lang a Wilder las cosas han cambiado poco, de Wilder a películas como Margin Call, tampoco es que hayan cambiado mucho. En mi opinión los contextos históricos son muy similares, con distinto vestuario, pero existencialmente muy parecidos.
El éxito de la puesta en escena reside en el tratamiento humano de los personajes, son de carne y hueso para el espectador y reflejan la falsa economía del bienestar con tan enorme contundencia, que cuestiona el modelo de vida del hombre americano y, en definitiva, de cualquier ser humano. Wilder aborda un tema universal y de ahí su enorme actualidad.
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