Título original: The homesman.
Dirección: Tommy Lee Jones.
Países: EE.UU. y Francia.
Año: 2014.
Duración: 122 min.
Género: Drama, western.
Reparto: Tommy Lee Jones, Hilary Swank, Grace Gummer, Miranda Otto, Meryl Streep, William Fichtner, David Dencik, John Lithgow, Timm Blake Nelson, James Spader, Hailee Steinfeld.
Guion: Tommy Lee Jones, Kieran Fitzgerald y Wesley A. Oliver; basado en la novela de Glendon Swarthout.
Música: Marco Beltrami.
Estreno en España: 13 Noviembre 2015.
Cuando el Western como género cinematográfico se convierte en una mera excusa para hablar de la existencia, es entonces el momento en el que nos invita a un viaje homérico –en la más pura tradición clásica- y se expresa con la mayor contundencia visual y narrativa la angustia vital del hombre.
En un espacio y lugar contemporáneo, con la plasticidad de un Edvard Munch presente en nuestros museos y el trasfondo de una guerra silente, el actor y director Tommy Lee Jones nos presenta esta cinta crepuscular, eterna y vital desde el dolor de una existencia que emana de la profunda raíz del hombre: sentir. En la más nítida tradición fordiana se compone un relato inminentemente pictórico, en las caracterizaciones de los personajes, en los encuadres de cámara, en los planos profundos de esos horizontes perdidos que se quedan en la retina de una Hilary Swank, hermosa en su soledad y triste en su mirada ante un espejo, con el cabello desplegado y en un plano de luz cenital que ilumina el contorno de una mujer, que mira a través de una ventana en una puesta en escena absolutamente plástica, a la manera del más admirado y melancólico Vermeer. El equilibrio fílmico de la película nos trae a la memoria al maestro Howard Hawks, los encuadres de la vida en la puerta de un establo con la inmensidad de la naturaleza perdida en la profundidad de campo fotográfica, evocando en nuestra mente cinematográfica ese Río Bravo del año 1959, donde los personajes se debaten entre el querer y no poder, entre existir y vivir.
De la misma forma Tommy Lee nos presenta su personaje en una evolución desde el epicureísmo hacia un estoicismo aprendido de ese ser maravilloso y digno de Mary Bee Cuddy (Hilary Swank). Un encuentro en la soga de una horca, con los árboles pelados sobre un fondo desértico, es la metáfora visual de un relato teñido con una partitura de cuerda leve y profunda, donde los arquetipos expresionistas se suceden en la confluencia de planos y diálogos plagados de un sentido trágico de la vida en el sentido más amplio: la desesperanza unamuniana.
La inteligencia del guión muestra el espíritu de contrarios tan presente en las grandes obras, la valentía de atreverse a narrar el dolor de los desesperanzados valerosos conductores de esa carreta que pareciera La Caja de Pandora, pero que encierra a tres mujeres en su miserable vida de razón perdida y que serán, precisamente, las que tienen la posibilidad de la salvación al final de un camino en el que encuentran a la siempre efectiva y emotiva Meryl Streep, en una residencia para mujeres enfermas mentales. Esta esperanza agota su tiempo en la mirada de Swank y del propio Tommy Lee quienes dieran la impresión de despreciar el propio friso de sus vidas por ser la expresión interna de la fisicidad relevante que muestra la cinta en los retratos y cuadros expresionistas de las tres mujeres dementes, encuadres y puestas en escena entresacados de muchas de las pinturas del mismo Munch. El miedo aterrador a la soledad está presente en el metraje que nos lleva hacia espacios abiertos que dibujan en el horizonte crepuscular una carreta cerrada, hermética y de lúgubres huéspedes. Arquetipos de la incomprensión, la violación y la falta de derechos humanos en una demarcación entre Nebraska e Iowa y de una lucha constante con una naturaleza agresiva y hermosa al mismo tiempo.
La emoción del gran John Ford aparece trazada como un lápiz mágico sobre ese personaje pendenciero (Tommy Lee) que compra unos zapatos para una muchacha que anda descalza por el mundo, que lleva bajo el brazo una pequeña lápida de madera de la mujer más digna de veneración que haya conocido, y que pierde sin saberlo su anhelo grabado en la piel, con una simple patada del azar desconocido, para así, iniciar un viaje a través del agua, como si ambulara por la Laguna Estigia: rotundamente clásico.
En ese final donde el dinero ya no tiene valor y la música desenfrenada sobre una barcaza recuerda a los tiempos pasados, Tommy Lee y su cinta se difuminan en la música de un cuarteto de cuerda, con el reflejo de los candiles sobre el agua y la lejanía de un recuerdo en las palabras de letra impresa de aquella mujer que amaba mirar los árboles y necesitaba sentir las notas de su piano imaginario al posar las yemas de sus dedos sobre aquellas teclas de tacto de tela: la magia de sentir en el interior de uno mismo y una evocación a aquel Polanski en El Pianista del 2002. En contraposición a un mundo ajeno a la bondad y la caridad, el director construye una narración en la más razonada idealización del espíritu de sacrificio del hombre -invocando a Somerset Maugham en El filo de la Navaja– en el diseño del personaje de Swank y la evolución del artificioso Briggs (Tommy Lee).
Pudiera parecer que el relato es tan enormemente pesimista que no da lugar a la felicidad, pero emerge de sus líneas entrecortadas en esos inmensos cielos retratados a lo largo de la cinta, una idea de la existencia estoica del ser humano, con momentos hermosos ante una sencilla contemplación de una puesta de sol, de una íntima ausencia de la realidad objetiva para dar paso a nuestro mundo de breves momentos, de pequeñas cosas e importantes detalles: como la vida misma. No obstante, el romanticismo aparece a través de la idea del honor, de la deuda contraída con la propia vida y de elementos trágicos que de ninguna forma podrá evitar el espectador. Es en resumen un gran cuadro expresionista de ternura sublime expresada en el sufrimiento. Como dijera Jean Mitry sobre el cine de Ford, “se unen los fragmentos más trágicos y más intensamente poéticos del cine”. Imprescindible para los que aman el arte de pensar.
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