La importancia de los fans en el cine es algo que resulta evidente. Sin sus seguidores acérrimos ¿qué sería de algunas de las estrellas de Hollywood? ¿Brillarían con la misma intensidad ante nuestros ojos? ¿O tal vez serían un astro más flotando en el Universo?  De su importancia se dieron cuenta los estudios desde el inicio, creando vidas e historias  totalmente falsas en torno a los actores que dejaron de ser simples mortales para convertirse en deidades, iniciando una nueva y moderna mitología. Son ellos los que están en el Olimpo y nosotros los que miramos, y en ocasiones admiramos, desde abajo.

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Imagen de Cantando bajo la lluvia (1952), producida por Loew´s, Metro Goldwyn Mayer y RKO Pathe Studios Inc. Distribuida por MGM Home Entertainment. Todos los derechos reservados.

Este fenómeno está bien retratado en Cantando bajo la lluvia (Dir. Stanley Donen y Gene Kelly, 1952) donde se describe el complicado inicio que supuso el paso del cine mudo al sonoro, las dificultades técnicas, el cambio en la forma de actuar que ya no requería ese dramatismo rayano a la pantomima, exagerado, pero necesario para expresar los sentimientos de forma no verbal, y cómo ese verbo acabó con la carrera de muchas estrellas que no terminaron de encajar en la nueva etapa, y a las que sus adoradores, sus antes incondicionales fans, abandonaban para comenzar a adorar a dioses nuevos y elevarlos a lo más alto. Eso es lo que le sucede a Lina Lamont (Jean Hagen) compañera habitual de reparto del galán Don Lockwood (Gene Kelly). Ambos actores no se soportan, sin embargo, el control sobre las estrellas y sus vidas  que los estudios tenían era tan férreo que tapaban sus deslices, otorgaban nombres nuevos y creaban convenientes relaciones amorosas. Eran auténticas fábricas de mitos, y los actores se mantenían en el papel que les había tocado jugar. No obstante, para Don y Lina todo cambia  con la llegada del sonido. La voz de ella no encaja y la demanda que se creó en su inicio requería que los actores cantaran y bailaran, nacía un nuevo género: el musical, algo que resultaba imposible con un timbre tan estridente como el de Lina. A esta dificultad técnica se le une otra, Don conoce a Kathy Seldon (Debbie Reynolds) de la que se enamora, desafiando la relación falsa impuesta por el estudio. El complejo monopolio que tenían sobre sus estrellas, el Star Sistem, es otra de las facetas históricas que quedan magníficamente retratadas dentro de esta película sobre metacine.

Una obra maestra del musical que exhibe todo el poderío que el género alcanzó en Estados Unidos, pese a todo, no se hizo con ningún  premio de la Academia. Pero el tiempo y el público la han tratado bien, siendo conocida ampliamente. El solo en el que Gene Kelly  canta y baila bajo la lluvia con exaltada y contagiosa alegría  de vivir, es uno de los números musicales más recordados de la historia del cine. Paradójicamente, esta canción como el resto, no son originales del filme sino que pertenecían a otras antiguas películas. Pese a la norma general de crear primero el guión  como hilo conductor para generar a posteriori las canciones, en Cantando bajo la lluvia se hizo en orden inverso. A los guionistas se les entregó una lista de canciones sin conexión alguna entre sí para crear de ellas un argumento coherente. Ante tal dificultad, los guionistas tuvieron una ingeniosa salida: tratar los inicios del cine sonoro y cómo para salvar el desastroso estreno  de El caballero duelista, los personajes Don Lockwood y su amigo Cosmo (Donald O’Connor), tienen la genial idea de reconvertirla en un musical. De esta manera, en la película dirigida por Stanley Donen  todas las canciones que fueron tomadas prestadas lograron tener un nexo de unión que las fusionara.

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Imagen de Cantando bajo la lluvia (1952), producida por Loew´s, Metro Goldwyn Mayer y RKO Pathe Studios Inc. Distribuida por MGM Home Entertainment. Todos los derechos reservados.

Los números que son ejecutados en grupo acentúan el compañerismo y la amistad, algo muy del gusto del protagonista y habitual en todas sus películas, exceptuando un par de solos donde el espectador tiene el placer de recrearse en la potencia y energía que desborda un atlético Gene Kelly y los jocosos y elásticos movimientos de Donald O’Connor con las evidentes dificultades técnicas que algunos de sus pasos poseen. Una película que agradará a los buenos amantes de la historia del cine, de las comedias, del buen baile y de la elegancia que sólo algunos clásicos imperecederos conservan.

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