Título original: Les petits mouchoirs
Director: Guillaume Canet
Guión: Guillaume Canet
Género: Comedia dramática
Intérpretes: François Cluzet (Max Cantara), Marion Cotillard (Marie), Benoît Magimel, (Vincent Ribaud), Gilles Lellouche (Eric), Jean Dujardin (Ludo), Louise Monot (Léa), Laurent Lafitte (Antoine), Joël Dupuch (Jean-Louis), Valérie Bonneton, Pascale Arbillot, Isabelle Ribaud.
Producción: Alain Attal, Luc Besson
Fotografía: Christophe Offenstein
Año: 2010.
País: Francia
Distribuidora: A Contracorriente Films
Duración: 154 min.
Fecha de estreno: 27 de mayo de 2011
Hace un par de años, a colación del filme de Claude Berri y François Dupeyron, Trésor (2009), señalamos con cierta indignación que los ricos también lloran, si bien los pobres lo hacen con mayor motivo. Esta tendencia a retratar la crisis de una generación pequeñoburguesa, francesa a más señas, y sumida en un conflicto vital llevado a un callejón sin salida, conseguía escamar considerablemente, puesto que los problemas retratados se encontraban lejos, muy lejos, de ser reales y sustanciosos. En esta ocasión Guillaume Canet, con sus espléndidos treinta y ocho años, nos trae una historia punto menos aburguesada, igualmente enfurecida y en crisis que, sin embargo, no se aleja tanto de los presupuestos reales para exponer cómo la sociedad en su conjunto, participa de esa espiral del silencio que tan desgraciados nos hace ser las más de las veces. Acaudalados, deportistas y bien parecidos, parece que no existe en la vida de sus protagonistas nada que dé motivo para su indiferencia caprichosa, su desdén hacia la pareja, hacia las relaciones quienes no la tienen, y hacia la vida en general. Sin embargo, la razón existe.
Todo se precipita cuando Ludovico (Jean Dujardin), sufre un accidente que le postra inconsciente en la habitación de un hospital. Su grupo de amigos, comenzando por su ex pareja Marie (Marion Cotillard), deciden pese a su estado crítico, irse de vacaciones a la casa que Max (François Cluzet) y Vero, tienen en el cabo Ferret, cerca de Burdeos, una tradición litúrgica que se repite año tras año y que, bajo ningún concepto, pretenden subvertir. Allí simulan que nada ha sucedido, que todo entre ellos sigue inalterado, que su amistad y sus vínculos son fuertes y están intactos.
Pero no es así, no desde que Vincent (Benoît Magimel), le confesase a Max que se ha enamorado de él, enamorado a pesar de nos ser homosexual, según su criterio; enamorado pese a su matrimonio; enamorado incluso a sabiendas de que Max es padrino de su propio hijo. Enamorado aunque no se lo haya revelado ni a su mujer. Desde ese momento Max perderá el juicio y las normas básicas de civismo. Irritable y neurasténico, se las verá con todo y todos, desde su paciente y magnífica mujer, hasta las comadrejas que presiente en el tejado de su bungalow, la cortadora de césped, la manguera, el yate y el vino.
Mientras tanto el resto del grupo, cuerpo presente/mente ausente, se dirimirá entre participar de los planes de Max o sobrevivir a su propio ritmo. Eric (Gilles Lellouche) vive y deja vivir engañando a sus amigos con respecto a su relación con Léa (Louise Monot), finiquitada y sepultada. Marie persistirá en su promiscuidad bien con hombres, bien con mujeres, intentando esconder bajo su subyugante apariencia de femme fatal una árida soledad que el vino a dosis tóxicas y el cannabis a media noche sólo mitigan en parte. Finalmente Antoine (Laurent Lafitte), agotará con su insistencia y su mensajería móvil a su ex pareja Juliett, quien no sólo le ha abandonado, sino que se va a casar con su nuevo compañero. Ni qué decir tiene que el personaje más trágico es el de la esposa de Vincent, vigoréxica, retraída y hasta sumisa, aficionada a los avatares y las prácticas estrambótico-cibernéticas que compensan su nula vida sexual, y que hacen de ella la amarga consecuencia de mantener izada esta cadena de pequeñas mentiras sin importancia que conforman la vida.
Escrita en 2008 a resultas de una septicemia sufrida por Guillaume Canet, la cual desembocó en una depresión feroz que le hizo replantearse su vida, Les petits mouchoirs representa una de esas extrañas misceláneas surgidas al albor de la nueva era, la de las comedias dramáticas que tanta bilis supuran y que además escuecen, pero que tan instructivas resultan cuando se ven hasta el final. Como el propio realizador de Ne le Dis à Personne puntea: “mi objetivo era hacer una película transgeneracional. Hay mucho de mí en los personajes. Los he escrito con una gran honestidad y una gran sinceridad”. Esta experiencia vital escrita y dirigida por el protagonista de Étienne en la Playa, hará que el espectador se planteé si reír o llorar, con sus planos de conversaciones encriptadas, de sentimientos en colisión, de verdades sólo a medias, de la hora de la verdad ya vislumbrada en películas como The Big Chill, Husbands de Cassavets, Mes meilleurs copains de Poiré e incluso Cuatro bodas y un funeral o Los amigos de Peter, en las que las confesiones de madrugada dejan paso a mañanas de resaca irremediables.
Una película franca, espinosa en ocasiones, de difícil definición y escrupulosamente planificada, con unos personajes maniqueos que pecan de aridez o romanticismo; de violencia o bondad, pero que bien mirados, no resultan tan ajenos.
Un filme de luces y sombras, de rock clásico y de final trágico, en la que la infelicidad es la moneda de cambio para una partida de póker a la que, como en cualquier otro entretenimiento de mesa, tarde o temprano todos juegan.
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