Tras recomendar unas cuantas películas extranjeras, ha llegado el momento de mostrar cómo en España también se hace cine de terror de calidad, para lo cual quiero rescatar del olvido una película de terror española de los años 70. No me refiero a Los Bingueros o a Vente a Alemania, Pepe; sino a una película que da miedo de verdad: ¿Quien puede matar a un niño? (1976), de Narciso Ibáñez Serrador, un gran contador de historias de terror cuya imagen se oculta tras la alargada sombra del Un, Dos, Tres y la Ruperta.
Imagen de ¿Quién puede matar a un niño? 1976 Penta Films. Todos los derechos reservados
La idea de la película está basada en la novela El juego de Juan José Plans, cuya estructura crece sobre la base de la ruptura de un cliché universal: la inocencia de los niños, las víctimas históricas de los conflictos entre los adultos. Rompiendo esta norma, Narciso Ibáñez Serrador, Chicho para los amigos y para abreviar, plantea una historia donde va desvelando la maldad infantil con cuentagotas para, casi sin darse cuenta, adentrar al espectador en el extraño universo de esa isla Almanzora donde nada es lo que parece ni lo que debiera ser. La idea no es del todo nueva, pero el director usa sabiamente la ambientación en un entorno typical spanish para convertir la película en algo realmente cercano, en el pueblo de nuestros abuelos. Primero en Benavis, típica localidad mediterránea en fiestas con fuegos artificiales, gigantes y cabezudos, playas… Tras huir de una versión demasiado turística, la isla de Almanzora nos ofrece un pueblo de la verdadera España profunda, con inmensas paredes blancas encaladas, las puertas abiertas de par en par para los vecinos y los forasteros y un sol tórrido que acalora y asfixia la escena.
Antes de recurrir a la ambientación típicamente española, Chicho pretende confundir nuestros sentimientos desde el principio al comenzar la película con una sucesión de noticias, al más puro estilo NO-DO, donde se muestra a los niños como las víctimas de esta sociedad, usando imágenes de algunos conflictos armados del siglo XX. Con ello intenta despertar aún más nuestros sentimientos de ternura y compasión para acentuar la sensación de contradicción y desasosiego que nos invade al ver la película. Como es lógico, los niños son los que protagonizan los principales hitos que marcan los distintos cambios de rumbo de la cinta; ya sea la niña que encuentra el primer cadáver en la playa, la joven de la isla que toca el vientre embarazado de Evelyn o ese mismo bebé que espera la protagonista. Utilizados por estos cambios de rumbo, la pareja de turistas británicos son el hilo conductor de la historia. Unos personajes perfectamente encuadrados en el perfil del guiri un tanto despistado e inocente que viene a pasar un rato tranquilo a España. Tan inocentes que, cuando se dan cuenta de que en esa isla ocurren cosas extrañas, es demasiado tarde y les resulta imposible escapar de ella.
Ese proceso de concienciación se ve reflejado en la evolución de la percepción del peligro tanto por parte de los protagonistas como del espectador. De la inicial sorpresa al encontrar el pueblo vacío pasamos a la incertidumbre e inquietud cuando sólo encuentran unos niños muy raros. El nivel de agobio alcanza cotas muy altas cuando Chicho nos comienza a mostrar los extraños juegos que tienen los niños de ese pueblo como el “garrotazo senil” o la “hoz piñatera”, los juegos de infancia que más debían gustarle al tierno cara de cuero en la matanza de Texas. En ese momento, nuestra percepción de los niños se transforma y donde antes veíamos unos personajes un tanto raros, mohínos y un poco feúchos, ahora encontramos unos bichos siniestros, no demasiado expresivos en su gesto, pero que compensan su inexpresividad con la crueldad de sus actos. Unas criaturas que, si Chicho hubiera hecho hoy en día la película, grabarían sus andanzas con el teléfono móvil para presumir de ellas con sus colegas y colgarlas en el Youtube.
Así, en cuanto Tom comienza a presenciar esas felonías, llega a la conclusión de que esos niños no son trigo limpio, de ahí que intente huir de la isla. Pero, llegados a ese punto, caemos en la cuenta de que es casi imposible huir de la isla, aumentándose un poco más la sensación de aislamiento e indefensión. A no ser que se convirtieran en David Meca, tan sólo tenían la posibilidad de huir en la misma barca a motor que les llevó hasta Almanzora, para lo cual antes deben atravesar el pueblo. Y allí, detrás de cualquier esquina, puede aparecer un grupo de niños dispuesto a jugar… Y visto el panorama de la isla, yo no me fiaría de ningún niño. Bueno, sólo de uno, del niño Torres…
Autor: Ángel Luis García
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