El cine sonoro nació al arrimo del jazz. Su swing marcó el ritmo neonatal de un arte que, dando balbuceos, se impuso a su predecesor silente. Ya nadie volvió a leer intertítulos ni imaginar la voz de Mary Astor o Rodolfo Valentino: el sistema Vitaphone de la Warner consiguió lo inalcanzable, que el mundo viera y oyera lo que nunca había visto ni oído.
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Con El cantor de jazz (1927, Alan Crosland) nació el cine sonoro y, junto a él, la magia que brotaba con cada palabra, con cada melodía. La primera película sonora fue para las artes todo un híbrido, no sólo dando pábulo al jazz, sino siendo asimismo la adaptación de una exitosa obra teatral escrita por Samson Raphaelson. Del mismo modo fue accidentada, incluso su emblemático protagonista Al Jolson ocupó el puesto de mando interpretativo tras la negativa expresa de su homólogo en Broadway, George Jessel, y el segundo de abordo, Eddie Cantor. Con seguridad Louis Silvers, encargado de sonido del largometraje, no pudo imaginar cuánto marcaría su trabajo el bagaje posterior del cine y mucho menos el futuro del jazz.
Y es que El cantor del jazz permitió popularizar un género musical patrimonio de la humanidad, un arte cuyos comienzos fueron tan dolorosos como espirituales. El jazz encuentra sus raíces en los ritmos que llevaron consigo los esclavos africanos conducidos a los Estados Unidos durante el siglo XIX. Su cadencia inconfundible, la preferencia por la improvisación y el uso de instrumentos de percusión, dieron lugar en las plantaciones de algodón a una armonía que serviría de basamento para expresiones musicales futuras de proporciones inimaginables. Esta familia de ritmos se uniría en el melting pot de Nueva Orleans con influencias españolas, francesas, alemanas, inglesas, irlandesas, escocesas y hasta caribeñas, en una fusión que aunaba compás pero también padecimiento, aquél que manifestaban a viva voz los esclavos mientras llevaban a cabo sus penosas tareas. Este desahogo espiritual daría lugar a las canciones de las plantaciones, al incipiente blues que nació en la segunda mitad del siglo XIX. Su expresión iba acompañada con frecuencia de instrumentos de cuerda típicamente musulmanes que traían consigo los esclavos del centro y el este africano. Sus melodías tristes quedaron reflejadas en innumerables ocasiones en el cine, siendo quizá el caso más paradigmático el de Lo que el viento se llevó (1939, Victor Fleming), donde los lamentos entonados se oían desde la tierra roja de Tara a “Los Doce Robles”, la mansión del medroso Ashley. Sin embargo, la casta eclesiástica no acababa de transigir con aquella música de tintes libertarios, reconduciendo su manifestación de manera que sirviese para enaltecer sus propias enseñanzas. Así fue que pronto los ritmos africanos derivaron en himnos y salmos que conmocionaron por su profundidad y evocación. Años después, en verdad muchos, un intérprete extraordinario como Sidney Poitier, se convertiría en el primer actor afroamericano en llevarse un Oscar por su papel en Los lirios del valle (1963, Ralph Nelson), célebre título que se popularizó por su sentida canción-plegaria “Amen”, todo un homenaje a quienes hubieron de morir cantando en un campo de algodón. Curioso también que Poitier naciera en 1927, el mismo año en que se estrenase El cantor deS jazz.
Some like it hot
Aunque parte de los elementos constituyentes del jazz ya habían sido sacados a la luz, nació en Saint Louis el inicio de lo que se convertiría en una institución jazzística, el Ragtime; su ritmo sincopado y la incorporación del piano dieron apertura a un estilo deudor del pasado aunque totalmente nuevo, con intérpretes que efectuaban golpes en el suelo para indicar el tempo a sus músicos (acción típica denominada stomp off), y que de manera embrionaria sobreviviría hasta la primera década del siglo XX. En su largo camino de consolidación gran culpa de su éxito radicaría en que a algunos les gusta el hot, parafraseando a Tony Curtis en Con faldas y a lo loco (1959, Billy Wilder). El hot supuso la mezcla perfecta entre la tradición inglesa y la música africana e incluso afrocubana. No obstante, todavía estamos en la etapa prenatal del jazz propiamente dicho; la importancia todavía radica en el banjo y la corneta, aunque también despunta ya el clarinete, hecho que cambió el rumbo del jazz y también el cine de Woody Allen.
Fue a partir de los años treinta cuando el jazz adquiere carta de naturaleza y el cine su banda sonora. Con su traslado de Mississippi a Chicago y, sobre todo, a Nueva York, el jazz encontró su fórmula global, su aceptación social. Si por un lado Chicago había aportado su estilo a base de saxofón, la ciudad de los rascacielos aportó el suyo propio denominado “high brow”, un ritmo mucho más melódico y elegante que pecó de estilizado. Si bien sus Big Bands y su orquestación ofrecían un toque más distinguido, en realidad el club que impuso su ley fue el Cotton Club del barrio de Harlem, un local que dio nombre al afamado título de Francis Ford Coppola Cotton Club (1984), y que tan impecablemente protagonizó Richard Gere, Diane Lane y pequeño de la familia Coppola, Nicolage Cage.
HARLEM: COTTON CLUB, 1930s Photograph – HARLEM: COTTON CLUB, 1930s Fine Art Print – Granger
Con todo, este jazz intelectualizado poco o nada importaba a quienes se declaraban defensores del auténtico sonido hot, de sus tempos, del swing y de sus improvisaciones. Ese es el jazz con el que nos ha criado el cine, el que sonaba en aquellos locales de dudosa seguridad denominados Honky Tonk, todos ellos oscuros y perdidos en un cruce de caminos del sudeste americano, y cuya música desenfrenada hemos podido disfrutar en películas como El color púrpura (1985), aunque la dureza del título de Spielberg apenas permita que se repare en su banda sonora.
I like to Boogie
Con la década de los cuarenta y de los cincuenta llegó el swing y también, las grandes voces de ellas, con Billie Holiday o la gran Ella Fitzgerald como estandartes. El público ya no quería asistir a locales donde grandes orquestas tocaran jazz de acompañamiento, aunque antes lo hicieran, y con gusto, todos los grandes filmes de la época, como muestra Leo McCarey en su Pícara puritana (1937). Ahora se llevaba el Boogie Woogie, y así lo cantaron los protagonistas de Cuenta conmigo (1986, Rob Reiner), con Will Wheaton y River Phoenix a la cabeza, mientras su destino quedaba comprometido en una solitaria vía de tren. También a las grandezas del Boogie Woogie bailaba Jamie Bell y Julie Walters en Billy Elliot (2000, Stephen Daldry) aunque aquella fuese otra historia y la suya, otra época.
Cuenta conmigo. Todos los derechos reservados a Columbia Pictures.
Tras el asentamiento de estilos pretéritos y después del nacimiento de modos nuevos como el Bebop (al que debemos el auge del contrabajo y el estilo inconfundible de gorro y gafas de sol), surgieron ritmos melódicos y calmados como el Cool Jazz, el Hard Bop e incluso la música Soul, que retomaba el estilo blues nunca olvidado, o no del todo.
Aunque el jazz vivió un auge en los setenta con la aparición del Free Jazz, la auténtica pervivencia del estilo viene dada por las innumerables fusiones que fueron surgiendo en su seno, y que dieron lugar a ritmos como el Rythm and Blues, la Bossa Nova o el Jazz cubano, todas ellas melodías que el cine ha empleado y reproducido con asiduidad. Una de las últimas películas que ha recogido el testigo del espíritu primigenio made in Nueva Orleans se lo debemos a Shainee Gabel y su filme Una canción del pasado (2005), en el que una joven (Scarlett Johansson), hija de una cantante de jazz, emprende el viaje a sus raíces desde Florida a Nueva Orleans, para vivir en la casa que su madre le ha legado. Allí conocerá a un extraño inquilino, Bobby (John Travolta), un intelectual beodo de capa caída, que lucha por conseguir que la joven retome sus estudios, infundiéndole el amor Carson McCullers y su novela The Heart is a lonely hunter.
Al margen de sus expresiones cinematográficas, en los últimos tiempos está resurgiendo el género del jazz dentro de la pequeña pantalla, con célebres series como Tremé, cuyo título surge del barrio homónimo de Nueva Orleans en donde transcurre la acción. Igualmente el mundo de la música está sufriendo un repunte de estilos fundamentados netamente en el jazz como el Aranbee (también conocido como Aranbi), y que en la actualidad representan Amy Whinehouse, Emeli Sandé, Lana del Rey o China Lynn. De nuevo damas de la canción que demuestran que el jazz no sólo nació y no pereció, con el clarinete de Woody Allen.
Una nouvelle vague de sonidos de jazz que pronto verá su repercusión en la gran pantalla, y si no tiempo al tiempo. Porque la música siempre da su stomp off particular al séptimo arte, golpeando el suelo para imprimir el ritmo adecuado que marque el tempo del cine futuro.
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