Aterrizar en una capital extranjera resulta la mayor de las veces, una experiencia apasionante: lo nuevo, lo único, lo inmóvil y lo ajeno. Cada ciudad tiene su encanto y sus peculiaridades, lo que no siempre se presenta ante el viajero como “excitante”. Sin embargo, la experiencia adquiere tintes disímiles cuando uno sobrevuela y vive Roma, metrópoli que, al igual que otras ciudades como Nueva York, Los Ángeles o París, parece que uno conoce a la perfección, a pesar de no haber transitado por sus vías en toda la vida. Y es que, qué no se habrá visto de Roma en la gran pantalla, esa ciudad tan viva, tan carismática y atrevida, enraizada en sus costumbres y enriquecida con los nuevos idiomas, sabores y colores de esta multiétnica globalidad. Aunque uno se sienta extraño, y aun nostálgico en ocasiones, recorrer sus calles nunca vírgenes –cuántas generaciones de celuloide no las habrán retratado- aporta al peregrino una sensación de genial fusión con la ciudad. De nuevo el cine ha conseguido hacer cercano lo que no lo es tanto, y próximo lo que aparentemente nos es lejano. Y así, abrumados por la belleza del fortuito romance con Roma, el viajero puede sonreír al ver en la televisión local una reposición de Zafarrancho en el casino (1961, Richard Thorpe), donde un Steve McQueen italianizado, inmortal y políglota nos demuestra cómo el cine es cine en cualquier punto del mundo, en cualquier rincón del planeta.
Fotograma de La dolce vita. Derechos reservados a su distribuidores y/o productores
Ya no cabe duda de que esta sociedad convulsa y su imperdonable colonialismo –qué tantos males nos ha traído-, han brindado a la descendencia postrera un único consuelo: la idea de formar parte de un todo y, por ende, la excéntrica capacidad de sentirse en casa en cualquier sitio. Por ello, ante entornos como el romano, el extranjero no puede sino darse por vencido y sucumbir ante los recuerdos –ora propios, ora de nuestra cinéfila memoria colectiva- que espontánea e inconscientemente surgen en la mente del forastero.
Quién no ha llorado de pura delectación ante la Fontana di Trevi, cuya visión lleva pareja la imagen imborrable de Marcello Mastroianni y Anita Ekberg en La Dolce Vita (1959, Federico Fellini); quién no ha reído de la emoción, y hasta se ha sorprendido, al introducir la diestra en la Bocca della Veritá, sabiendo que, en algún momento, nuestra adorada Audrey Hepburn sufrió conmocionada al creer a Gregory Peck –o bien su alter-ego periodístico Joe Bradley-, amputado por la pétrea boca del mitológico Tritón en Vacaciones en Roma (1953, William Wyler). Y quién puede haber olvidado, si es que hay alguien que alguna vez haya osado olvidarlo, a la Magnani cayendo muerta, fulminada por la intransigencia y el amor, en Roma cittá aperta (1945, Roberto Rossellini). Más de uno se habrá emocionado al pensar en Antonio Ricci (Lamberto Maggiorani), buscando incansable su medio de vida, en la cumbre del neorrealismo que fue El ladrón de bicicletas (1948, Vittorio de Sica), película en la que descubrimos que, ante la pobreza, a veces ni siquiera las bicicletas son para el verano. Y es precisamente de de Sica, de quien más se acuerda el transeúnte –propio y foráneo-, en la ciudad imperial: enamorado de la capital romana, nadie como él retrató en centro motor de su organismo en la poco celebrada Stazione Termini (1953), cuando un Montgomery Clift atormentado, puso cuerpo y voz al pensamiento de Truman Capote. Pero son más, muchas más, las rememoraciones que al viajante le evoca esta ciudad enérgica y envolvente: La vía Veneto nos recuerda a Las noches de Cabiria (1957, Federico Fellini); Lungotevere Testaccio rememora Accattone (1961, Pier Paolo Pasolini); La vía del Moro, es decir, Trastevere, hace inmortal una obra menor como Sólo tú (1994, Norman Jewison); incluso la vía Cavour nos remite a la histórica Cleopatra (1963, Joseph L. Mankiewicz) o la vía de S. Teodoro con su indisoluble Circo Massimo, nos sitúa en Ben Hur (1959, William Wyler).
Nadie se siente solo, insistimos, cuando las luces de la ciudad comienzan a aparecer y el día cede paso a la noche romana. Nadie siente extrañas a sus gentes, su magnífica arquitectura ni su voluptuosa historia. Nadie parece desentonar en una urbe que forma parte de nuestro recuerdo, de nuestro cine, de nosotros. A nadie le sorprende su fisonomía, ni siquiera cuando su perfil se haya desfigurado con el tiempo o Steve Moqueen sea caro e civettuolo y no sólo apuesto. No, en Roma cualquiera se siente como en casa. Y es que, ya lo dijo Dorita, “se está mejor en casa que en ningún sitio”.
Hace tiempo que la gran pantalla nos ha mostrado que el cine, si es verdadero, suena mejor cuando se habla en italiano.
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